Recientes actitudes suyas, en concreto una preciosa carta publicada en El País en la que hacía –no se posicionaba en exceso- un llamamiento al entendimiento en Cataluña, y el que la misma le costara insultos de todo tipo por parte de xenófobos, supremacistas y talibanes independentistas, me acabaron de granjear la simpatía por una mujer que siempre me ha transmitido buen rollo y decencia, aunque sus formas a veces me hayan resultado un poco repipis dicho desde el más absoluto respeto, pero tal como lo puedan ser las mías o las de cualquier otro sin que ello suponga rechazo o desdoro alguno.
El caso es que acudí en su momento a ver expectante este trabajo suyo dado los elogios recibidos allá donde se había presentado y a la –aunque de esto hay que desconfiar en los últimos tiempos- buena pinta que ofrecía su tráiler.
Consiguió que me volviera a reconciliar plenamente con su cine. Disfruté a lo grande durante toda su proyección, salí encantado de la sala, flotando. Me encantó la hermosísima reivindicación que lleva a cabo de los libros, de la lectura, de su poder balsámico para suplir carencias afectivas, para soñar, evadirse, vivir otras vidas y trasladarse a otros mundos… Todo ello basándose en el impagable material literario de Penelope Fitzgerald. No me extraña que la cineasta se sienta plenamente identificada con la escritora y con esta obra.
Pero trata igualmente del coraje, de la pasión, de los sueños… incluyendo los frustrados, de la amistad, de la soledad, de la bondad. También de la estrechez de miras, de los recelos infundados, de los dañinos prejuicios y de las mentes intolerantes, obtusas o cerradas.
Sugiere de paso una preciosa historia de amor contenido, que no sé por qué, o puede que sí lo sepa, me hace retrotraerme a otra de hace años, muy parecida en lo que a su exquisitez formal se refiere, la entablada entre Emma Thompson y Anthony Hopkins en “Lo que queda del día”.
Cuenta, además, con una secuencia sobre algo que siempre he proclamado en muchas de mis reivindicaciones acerca del formato papel y que ahora lo veo plasmada en una pantalla, es ese momento en que Florence Green aspira un libro precisamente porque le encanta su olor… y su textura y su presentación.
Y con qué tacto interpreta a esa mujer tesonera, le da vida, Emily Mortimer. Qué elegante, encantadora está en esa fiesta con ese vestido de color teja. Le dan adecuada réplica, Bill Nighy (ya había rodado bajo órdenes de Coixet “Elegy” y “Aprendiendo a conducir”), como alma gemela de aquella, y la insidiosa, dominante y despreciable Patricia Clarkson (estos son algunos trabajos más relevantes de esta magnífica actriz estadounidense: “Vías cruzadas/The station agent”, “Retrato de April”, “Buenas noches, y buena suerte”, “Cairo Time”), como la señorona del lugar Violet Gamart.
El final es triste y en parte esperanzador, precioso… en cualquier caso, reblandece mis lagrimales.
Atención a la voz en off (en la versión original claro) de la siempre fascinante Julie Christie.
Sin duda fue la mejor película española que vi en 2017 (junto con la de otra catalana, Carla Simón y su “Verano 1993”), una de las mejores de aquella temporada y la mejor de Coixet hasta la fecha. Ya son cinco las que me encantan de ella (añádase a las anteriormente citadas su segunda obra, “A los que aman”, aunque no esté lograda y resulte un tanto irregular) y otras tantas las que se me atragantan, pero ahora no vienen al caso.
Curiosamente el año anterior al de “La librería” se estrenaba por estas fechas, ésta británico-estadounidense, “El editor de libros”, que también suponía de otra manera un canto a la literatura. Y tres antes no se olvide la muy bonita “La ladrona de libros”. Incluso no está de más citar la igualmente contemporánea “El ladrón de palabras”.
Merecieron la pena los siete años transcurridos desde que se pusieron los primeros cimientos de este proyecto. Lo conseguido es una íntima, recogida, delicada propuesta de sensible orfebrería que despliega una emoción sin alardes. Y es que parafraseando una frase que aquí se dice, entre libros (o películas, añado de mi cosecha) nadie se puede sentir solo.