Y, por ser más preciso y más internacional, el conocido como peplum.
Y en este caso concreto (hay otros motivos más) también indispensable en lo que al desarrollo técnico de la industria se refiere, pues sería el primer largometraje de ficción rodado en cinemascope. Aunque a fuer de ser riguroso, el inicial en ser así filmado fue “Cómo casarse con un millonario” con Marilyn Monroe, pero este se acabaría estrenando posteriormente.
Me refiero a esa técnica consistente en comprimir lateralmente las imágenes durante el rodaje, ampliando el campo visual, de tal manera que, al proyectarse sobre pantallas adecuadas, recuperen sus proporciones agrandadas, ofreciendo así una mayor perspectiva.
Volviendo a revisarla hace poco en un buen pantallón y convenientemente acurrucado en el sofá, he vuelto a disfrutar un tipo de cine que confieso echar de menos (confío que el inminente estreno de la segunda parte de “Gladiator 2” vuelva a inyectarle vigor). Y a empaparme de muchas de sus virtudes: enormemente entretenido, exquisitamente cosido, magistralmente aprovechador de los abundantes medios puestos a su disposición y narrado ejemplarmente.
Qué verdadero deleite me vuelve a suponer su contemplación, esa iconografía tan particular y esa decidida convicción capaz de alentar la fe hasta del más agnóstico.
Algunos de mis amigos más veteranos me confirman igualmente -y no es necesario ser creyente para ello- que continúa resultándoles tan disfrutable como cuando acudieran a inundarse de su luz la primera vez. Y es que permanece esa manera tan asombrosa que tenía el cine (norte)americano clásico, el de siempre, de contar universalmente innumerables historias de toda índole y condición, esa innata capacidad o poder de fascinación y sugerencia, patente aquí por ejemplo, en la secuencia entre el tribuno y el traidor Judas con ese árbol figurando al fondo del plano.
Y menudos reparto como el aquí coincidente. Pueden darse de bruces o de frontispicio con un pletórico Richard Burton, una (siempre) maravillosa y bellísima Jean Simmons, con el inefable Victor Mature (estos dos últimos volverían a coincidir al año siguiente en la sublime “Sinuhé, el egipcio) o con Jay C. Flippen como un Calígula de lo más siniestro, tal y como es de recibo. Y así podría seguir extendiéndome citando al completo su estupendo elenco.
Las secuencias de amor entre la pareja protagonista están rociadas del preciso romanticismo e intensidad, son como de ensueño. Las más místicas, las alusivas al Mesías, destilan misterio y evocación gráfica. Y el hecho muy común en la época de que no veamos su figura de manera frontal le confieren un halo irreal, mágico, misterioso.
El director de este absorbente tinglado, Henry Koster, es uno de esos cientos, miles de profesionales hollywoodienses que tanto suelo destacar a menudo en mis reseñas y por cuyas obras babeo y seguiré haciéndolo a perpetuidad. Son abundantes los títulos gloriosos de su filmografía, desde esa joya del cine monjil y navideño titulada “Hablan las campanas” hasta esa indispensable aportación a la comedia más o menos fantasiosa que es “El invisible Harvey”, o numerosos y variados exponentes del género romántico como “La mujer del obispo”, “Prometidas sin novio”, “Dos hermanas de Boston”, “La maja desnuda” o “Desirée”. Y no continúo por no hacer interminable el recordatorio.
Fue recompensada con dos merecidísimos Oscar, por su dirección artística y el vestuario, ambos en color, pues todavía seguían vigentes los correspondientes apartados en blanco y negro, no se olvide que estamos en 1954. Supusieron el cuarenta por ciento de las nominaciones a las que optaba.
Originó una secuela, “Demetrius y los gladiadores”, a idéntica grandísima altura, aunque esta vez dirigida por un cineasta monumental y siempre subvalorado, Delmer Daves.
No pestañeo en proclamarla obra maestra.