Es sumamente fácil dejarse envolver, arrullar por las bellas imágenes que nos propone este viaje al interior del ojo humano, de nosotros mismos. Dotada de un permanente halo misterioso y de una simpática filosofía “New Age”, el estadounidense Mike Cahill, en su tercer trabajo tras su anterior y prometedor, pero no redondeado debut con “Otra tierra”, vuelve a escarbar en el interior de nuestra especie, en este caso en vez del espacio a través del tiempo y de la mirada. Esa misma por la cual contemplamos de una manera u otra a la mujer de nuestra vida, a la que realmente nos atrapa o subyuga, como le sucede al biólogo molecular que transita esta historia.
En ambos títulos, la tragedia –impresionante momento por el pudor y el horror a la vez con el que es filmado, nada más puedo desvelar para no chafarles nada- en un momento dado vuelve a erigirse como factor desencadenante en la vida del protagonista, lo que provocará la sacudida de sus (no) creencias.
De nuevo el debate entre evolucionistas y creacionistas vuelve a ser puesto sobre el tapete, en el fondo como excusa para contarnos una historia de amor loca, apasionada. Y no se trata de decantarse exactamente por un pensamiento u otro, aunque al final se acabe inclinando por una de las opciones, sino proponer una dialéctica de dualidades, algo que parece ser una constante en el universo Cahill pese a lo exiguo todavía de su filmografía.
Un universo en el que vuelve a tener cabida la guionista y preciosa actriz Brit Marling (“The east”), aquí tan solo presente en su segunda faceta, como la opuesta o azarosa prolongación de la más desbordante pasión de un Michael Pitt que vuelve a mostrar hechuras de buen actor, en un registro contenido y poco dado a numeritos.
La pasión en cuestión, el motivo del tambaleo de agnosticismos y creencias de Ian Gray, es una actriz de origen español con presencia, enigmática belleza y fotogenia, Astrid Bergès-Frisbey. Una joven profesional que no tenía fichada (y eso que había salido episódicamente en una entrega de “Piratas del Caribe” firmada por Rob Marshall) y que apunta maneras. Esa Sophie que encarna cree en los ojos como prueba del Creador.
Ellos tres conforman la raíz humana de este místico ejercicio que va un tanto a contracorriente pero que desprende un considerable encanto y una apreciable exquisitez formal, pese a que en algún momento asome cierta petulancia, propia de cierto cine independiente que a veces parece sentirse necesitado de remarcar su vitola o procedencia.
Se contempla con mucho agrado, es cine purificador que va más allá respecto a una determinada concepción del mundo, algo que lo hace especialmente simpático en estos tiempos tan descreídos, y cuyo distintivo bien podría ser ese iris de simbología o dibujo tan infinito como el propio universo.