No sé muy bien qué edad tenía cuando contemplé por primera vez AMOR SIN BARRERAS, pues este fue el subtítulo del que disfrutaría por estos lares, creo que debía rondar los 18 o 19 años y, por supuesto, fue en pantalla grande, en una de esas maravillosas reposiciones que antes eran tan habituales y que me temo han quedado definitivamente ancladas en el baúl de los recuerdos. Eso sí, me acuerdo perfectamente del lugar, el mítico cine Castillo de mi querida Ciudad Real.
Cuando lo descubrí, ya estaba más que curtido en este género específicamente estadounidense y cinematográfico, por aquello de hacerse más realidad que nunca –como en el western clásico- el concepto de cine como el de imagen en movimiento, en el que la cámara se desplaza sobre su propio eje. Me había empapado y casi especializado en Astaire/Rogers, Kelly, Charisse, Hayworth, Keel y cientos de intérpretes más que le dotaron de lustre y esplendor. Y en directores tan mágicos, tan alados como Donen, Minnelli, Cukor, Berkeley, Kelly de nuevo, Sidney, Walters, el genial y rompedor Logan… Hablo de épocas doradas de Hollywood, de los 30 a los 50.
Comienza la prodigiosa década de los 60 y el cine sufriría, como fiel reflejo de la sociedad, una agitada renovación. Surgieron películas que abrieron nuevas pautas, caminos y estilos en registros diversos: EL APARTAMENTO, PSICOSIS, CON FALDAS Y A LO LOCO, MATAR A UN RUISEÑOR, DESAYUNO CON DIAMANTES, EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY BALANCE… Y ¡WEST SIDE STORY! El cine se hizo moderno sin renunciar a postulados clásicos. Y los privilegiados espectadores del momento asistieron a un verdadero trallazo en formato canoro y bailongo.
Lo que se hacía hasta el momento inmejorablemente en estudios, preferentemente los de la mítica Metro Goldwyn Mayer, se trasladaba a escenarios naturales, a las auténticas calles –y conflictos- de la zona Oeste neoyorquina. A un barrio que iba a ser demolido. Ello sin renunciar por otra parte a los decorados… 37 parece que fueron los aquí utilizados.
Se hizo a lo grande, con unas coreografías gimnásticas espectaculares y que realzaban aún más el carácter trágico de sus personajes. Porque no se olvide, que esta es la traslación de la historia de Romeo y Julieta a la Gran Manzana, transmutando a Capuletos y Montescos en bandas callejeras, los Jets y los Sharks, hispanos/portorriqueños e inmigrantes europeos, italianos, irlandeses, polacos.
Para su dirección unificaron fuerzas y enormes capacidades dos talentos, el veterano narrador Robert Wise (ULTIMÁTUM A LA TIERRA, MARCADO POR EL ODIO) y el coreógrafo Jerome Robbins, ambos respetándose armónicamente en sus respectivas especialidades. Y para mayor gloria, partiendo de una partitura imponente e innovadora (canciones de amor de gran belleza, ritmos latinos, jazzísticos) de Leonard Bernstein, procedente a su vez de los escenarios de Broadway, escrita por Stephen Sondheim y sustentada en un guion de tiralíneas de Ernest Lehman, colaborador antológico en alguna ocasión de Alfred Hitchcock, como en la portentosa CON LA MUERTE EN LOS TALONES.
Y con todos estos impagables cinceles y batutas artísticas, me dejo montones de nombres más, comenzaba la función. Unos sonidos guturales, silbidos, unos chasquidos de dedos y las primeras panorámicas nos introducen en una historia intensa, apasionante, emotiva, crítica, denunciadora, memorable en todo momento.
No creo que haga falta, pero recordar que cada uno de sus numerosos, extensos y excepcionales números valen por sí solos un potosí, ni uno solo tiene desperdicio, incluyendo los más dulzones. Resaltaré dos de corte diverso. Uno puramente melódico, adorablemente almibarado, cantable sin más ni menos, TONIGHT… El otro genuinamente coreográfico, AMÉRICA, una pugna entre chicas y chicos hispanos interpelándose acerca de las bondades e inconvenientes de la sociedad USA del momento, precursora con diferencia de la globalización actual.
Toda la película es un continuo intercambio entre bailes que forman parte perfectamente integradora de la acción dramática, canciones e insuperables momentos estéticos. Y pese a la tristeza, amargura y reflexión que acompañan a las últimas imágenes, queda flotando en el ambiente la esperanza de haber tomado adecuada nota ante la problemática que expone, la convivencia entre diferentes, pues este musical bajo su envoltorio vitalista, dinámico y saltarín, esconde un “discurso” contra la intolerancia, el desarraigo… A favor de la diversidad, la integración.
Para feliz colofón como espectador, las criaturas que pululan por pantalla poseen un encanto irresistible. Como esa adorable, candorosa y juvenil María, encarnado como el guante mejor ajustado a una mano por Natalie Wood (salía de otra maravilla, ESPLENDOR EN LA HIERBA); ese racial George Chakiris como Bernardo, su hermano; ese melifluo Richard Beymer como el amor soñado y hecho realidad y el gominoloso, el chico chicle Russ Tamblyn (EL PEQUEÑO GIGANTE, SIETE NOVIAS PARA SIETE HERMANOS).
Tirando de anecdotario destacar que Elvis Presley rechazó el papel principal, que es uno de los títulos que ha obtenido más Oscars de la historia (diez, entre ellos el de mejor película, director y actor y actriz de reparto), que a Wood la dobló la soprano Marni Nixon, que los títulos de crédito de Saul Bass son una delicia (su apertura es un compacto bloque de color que varía de acuerdo a insinuaciones) o que Warren Beatty se presentaría al casting y su romance del momento, Wood, inicialmente no prevista, sería quien se acabaría llevando el gato al agua al ser elegida.
Soy extremo en mis pasiones, lo confieso, para mal y para bien. En este caso, creo que no hace falta subrayar que para excelsamente. Sin duda, uno de mis cinco musicales favoritos junto a CANTANDO BAJO LA LLUVIA, MELODÍAS DE BROADWAY 1955, AL SUR DEL PACÍFICO y GREASE.