Francisco J. Otero
Almagro
Shakespeare ha dibujado la historia, fijando patrones y arquetipos. Pasa con las hadas, que son lo que son desde Sueño de una noche de verano. Pasa con Eduardo VI (en tres partes) y, por supuesto, con su continuación, este Ricardo III con el que Shakespeare empieza a atisbar el camino que lo separaría de sus contemporáneos para llevarlo al Olimpo donde se encuentra ahora. Ricardo III, del que nos habló Steve Berkoff en este mismo Festival de Almagro en ‘Shakespeare’s villains’, prefigura a todos los demás personajes centrales de la colección que nos ha regalado Shakespeare para que los disfrutemos: es su antepasado, algo menos sutil, algo más cruel de lo necesario, paródico y exagerado.
Vasco reconoce todas estas características y las pone sobre el escenario de la Antigua Universidad Renacentista de Almagro, como antes lo hizo en Alcalá, Olmedo o Niebla. Y lo hace bien, de menos a más, sobre los contrahechos hombros de Arturo Querejeta, que diseña un personaje naturalmente malvado. Este Ricardo III todavía no dialoga consigo mismo, como lo harán Hamlet, Macbeth u Otelo. Todavía monologa, pero lo hace maravillosamente, extendiendo su nube gris bajo el magnífico sol de York.
La obra funciona especialmente bien cuando Ricardo III pasa a primer plano, cuando le sostiene la mirada José Vicente Ramos (menos como Eduardo y más como uno de los asesinos y sobre todo cuando interpreta a Catesby) o en las escenas panorámicas. Los interludios musicales, pegadizos, son uno de los aciertos de una producción vertiginosa, que cuenta la historia del tirón, sin necesidad de cambios importantes en el escenario, con dos escenas desarrollándose de manera simultánea, matando sumariamente personaje tras personaje, sin subrayados. Ricardo III es una de los textos más largos de Shakespeare y, sin embargo, en apenas una hora y cuarenta minutos frenéticos queda resuelta la historia de este rey al que ladran los perros por su aspecto. Por cierto, que hace un par de años, en el Off, los hermanos Alzate nos trajeron desde Colombia ‘Bloody dog’, un Ricardo III hecho con bombillas, aún más vertiginoso.
No es el Ricardo III de Noviembre Teatro que dirige Eduardo Vasco una versión definitiva, no es una obra completamente redonda, pero se le acerca mucho. Le sobra, quizás, la acentuación en la interpretación de los responsables (el mismo Vasco y Yolanda Pallín), como cuando, tápense los ojos, que va un “spoiler”, al final, tras pedir el caballo, al que le quitan el reino vaya usted a saber por qué, Richmond, triunfante, fundador de la larga estirpe de los Tudor reinantes, clama por su victoria y su rostro, su cuerpo, comienza a parecerse al perfil de Ricardo, la mano inútil, símbolo de la perversión del poder. La grandeza de Shakespeare es, siempre, su ambigüedad. Con ella nos abruma y no conviene simplificarla eligiendo un solo camino de los muchos que se abren ante nosotros.
Pero quitándole allá estas y otras pajas, Ricardo III hace disfrutar contemplando la perversa figura del último de los Platagenet y permite comprobar cómo ya estaba plantada la simiente de todo el esplendor shakesperiano posterior. Después de algunos pasos no tan firmes, Vasco se reencuentra con su mejor versión para ponerle a Ricardo III la cara de Arturo Querejeta. Merecidos, pues, los muchos aplausos que se llevaron los actores al terminar la función en la abarrotada Antigua Universidad Renacentista.