Era un día nublado del mes de febrero. Del 22, para ser más exactos. Una hora pasaba del mediodía y las cámaras de Gol Televisión grababan en directo para España y para el mundo. Sobre la pista, un auténtico partidazo; Viña Albali Valdepeñas contra Osasuna Magna con los ojos puestos en la pista y con el corazón en Málaga.
Echando la vista atrás, la temporada era redonda, prácticamente de ensueño. El equipo de David Ramos fue de menos a más, con sus altibajos, dispuesto a hacer historia en liga y en Copa. La Marea Azulona, mientras tanto, no quería despertarse del sueño. Un sueño que cada día era más real, más palpable, más evidente. Incluso, hasta merecido.
Entre jirafas y leones transcurrió una película donde el abecé era siempre tener los pies en el suelo pero con la cabeza alta, muy alta, para mirar al horizonte, para divisar nuevos retos.
Aquel 22 de febrero fue la última cita donde el Infierno de la Mancha rugió, donde se vendían los refrescos y montaditos a ‘capachos’, como diría más de un valdepeñero, donde prácticamente se vendían las papeletas de dos en dos o de cinco en cinco, donde siempre era una buena oportunidad para hacerle un guiño al pequeño Álvaro y caminar a través de sus pasos. Y donde, al fin y al cabo, el fútbol sala se mostraba en su máximo esplendor.
Fue un partidazo, de esos para enmarcar, donde hubo ocasiones, goles, polémica y un final de infarto. Rafa Usín ponía el 0-1 a los cuatro minutos de juego. Cainan, al cuarto de hora, fusilaba a Asier para poner la igualada con un obús que solo su pierna izquierda sabe fabricar. Juanan ponía patas arriba el Virgen de la Cabeza tras una bonita jugada de Catela para poner el 2-1 al descanso. Tras la reanudación, Eric Martel se convirtió en la pesadilla de una siempre respetuosa y simpática hinchada. Puso el 2-2 con una soberbia definición para que acto seguido Manu García se vistiera de genio para controlar de espaldas, darse la media vuelta y cruzarla a Asier para subir el 3-2. Todo eso en una baldosa, en apenas medio metro cuadrado. Sin embargo, de nuevo Martel, se sacó un misil desde los diez metros para dejar el partido en tablas.
Desde aquel entonces, las gradas del infierno lucen vacías, con más o menos polvo. Sin ruido. O con mucho ruido, el del silencio más potente de una hinchada que está encerrada en casa y que confía en ver de nuevo a su equipo. Para rugir más que nunca, para animar sin condiciones, para valorar, más todavía, los pequeños placeres de la vida; un café, una conversación, un amigo o, simplemente, un partido del Viña Albali Valdepeñas.