Escribir un relato sobre lo sucedido el pasado fin de semana en el Quijote Arena, y encabezarlo con una sola frase que refleje la esencia de lo que allí pasó, no es nada fácil. Por eso, lejos de encontrar una frase, solo se me ocurre una palabra: maravilloso. La final a cuatro de la Copa del Rey duró tres partidos, apenas 120 minutos de juego real y fue maravillosa. Ojalá no se hubiese acabado nunca.
En el recuerdo quedará la imagen de Pato en la banda, de pie, impasible, sin apenas dar indicaciones; observando, pensando, reflexionando sobre lo que veía en la pista, sin poder hacer nada. Y sus declaraciones en la posterior rueda de prensa, tranquilo, pausado, a veces con la voz entrecortada, mezcla de enfado, dolor y orgullo. Porque sabía lo que sus jugadores son capaces de hacer, y sabía que no lo habían hecho. Como también sabía que le será difícil volver a llegar tan lejos en cualquier competición, porque pronto le van a quitar 3 o 4 jugadores, y entonces tendrá que rastrear en otros banquillos, en otras divisiones para intentar montar un equipo de los suyos, que jueguen como a él le gusta, como lleva haciendo toda la vida, como hizo en Manacor, como está haciendo ahora en Tudela.
También se recordará la fiesta y la enorme felicidad que compartieron los jugadores de Jaén y sus aficionados tras clasificarse para la final. El espíritu de esa victoria recordó la frase con la que el Ajax de Amsterdam, desde las redes sociales, celebró hace poco su pase a las semifinales de la Copa de Europa: “Quizás parece increíble. Pero todo es real. Y nos encantan los cumplidos. Pero aún no hemos terminado”. Pues sí, parecía increíble que Jaén, que había comenzado la temporada siendo candidato a nada, muy debilitado porque sus tres mejores jugadores se habían ido, acabase llegando a una final, a otra más, la cuarta en cuatro temporadas. Y era real. Y aún no habían terminado, porque jugadores, técnicos y aficionados, se fueron a dormir el sábado convencidos de que podían llegar a ser campeones.
Pero a veces con todo no basta. Y a Jaén no le bastó con tener de su lado toda la ilusión del mundo, ni tener a favor el ambiente del pabellón, inundado de camisetas amarillas. No le bastó con tener al rival, el Barcelona, perfectamente estudiado, ni saber lo que tenían que hacer en cada momento, en cada situación de juego. Como tampoco le bastó con adelantarse 2-0 en el marcador.
Nada de todo eso le bastó a Jaén, porque en el partido estaba Ferrao, un jugador tan desequilibrante que después de haber tenido encima durante 40 minutos a dos, y hasta tres cierres a la vez, después de haber sido acribillado a codazos y empujones, cuando pudo se rió de todo. Y lo hizo con un toque de balón, un simple toque, que ni siquiera él sabía que iba a hacer, porque los genios, de repente, hacen cosas que ni ellos esperan. Un toque sutil, a medio camino entre el golpeo y la acaricia, que resolvió el partido. Aquello fue como si hubiera querido decir, que no hay que complicarse, que las cosas son mucho más sencillas, que, por su parte, todo el trabajo que conlleva preparar un partido, estudiar a los rivales, montar vídeos, automatizar movimientos, ejecutar a la perfección el balón parado sirven de poco.
Ferrao no pudo hacer más con menos. De repente, como dijo Machado, apareció “otro milagro de la primavera”. Después de eso, lo que luego sucedió, ya no tuvo importancia.