Pero las maldiciones de la guerra siguieron persiguiendo a la familia. El siguiente de la cadena, Julián Espinosa Heredia, tuvo que ir a la Guerra Cívil, justo después de terminar el Servicio Militar. “Espero que a mí no me toque ir a ninguna guerra”, dice en tono de broma Julián Espinosa López, que nos ha recibido con los brazos abiertos para mostrarnos su cueva de la calle Domecq.
La cueva, construida en el año 1870, presenta un estado impecable de conservación, muy limpia y conservando el encanto que tenía hace siglo y medio. Accedemos a ella por una original escalera de caracol metálica que se construyó por una de las lumbreras. La arquitecta Ana Palacios asegura que “ha sido una solución muy afortunada, ya que la escalera se integra muy bien en el conjunto de la cueva”. Nada más bajar, observamos al fondo el hueco de la entrada original que se ha tapado, también el relleno que se hacía en la lumbrera cuando ya se habían introducido las tinajas en la cueva.
La cueva alberga 21 tinajas, 16 de barro y 5 de cemento que se fueron construyendo a medida que reventaban las primeras. Julián tuvo la oportunidad de escuchar el estruendo que provocó una de las tinajas al reventar, “aquello fue como una bomba”, recuerda. Cuando aquella ocurría los pocillos recogían todo el mosto que se derramaba.
Las tinajas tienen una capacidad de unas cuatrocientas arrobas. La cueva dispone de unos pilares que alivian la presión del empotre sobre las tinajas. Se han elaborado a partir de tubos de uralita rellenados con cemento y están rematadas con un capitel. La decoración se completa con ménsulas, plafones y una moldura polilovulada. En la cueva se combinan los tonos sanguina, verde y blanco. Nuestro experto en cuevas José María Díaz, asegura que el empotrado de la cueva es único.
La parte superior de la cueva no tiene balaustre, simplemente unas cuerdas y como elemento original aparece una reja de madera en el empotrado, aunque en uno de los tramos se ha sustituido por uno de metal. Estamos en una cueva honda, unos nueve metros aproximadamente, con el techo en la tosca, aunque al tocarlo notamos un suave tacto a tierra.
Dispara Francisco Navarro con su cámara y también lo hace Ana Palacios con la suya. Le piden al propietario que apague la luz para ver qué efectos de claroscuro se pueden conseguir. Y acaban logrando unas instantáneas preciosas. La cueva contiene algunos objetos como bombonas, azadas y otros aperos que aparecen bien colocados en distintos lugares.
Tras la visita compartimos un exquisito vino blanco de Bodegas Lahoz y una tapa de queso que se agradece en las proximidades de la hora de comer. El vino también va acompañado de una sabrosa conversación sobre tiempos pasados, familiares que tuvieron que tomar sabias decisiones, dineros guardados que luego se quedarían sin valor, del nacimiento de la cooperativa que se vio con algo de recelo al principio, en definitiva de estas largas vidas de las familias, tejidas casi siempre en torno a una cueva.
