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Valdepeñas en el año del cólera: la otra gran pandemia del siglo XIX

valdepeñas 1859.
Imagen de la iglesia de la Asunción de Valdepeñas en 1859. Fotografía atribuida a Charles Clifford
Carlos Chaparro Contreras / VALDEPEÑAS
El siglo XIX conoció la extinción de epidemias que siglos anteriores habían asolado España y Europa. Sin embargo, al retroceso de la viruela o la peste se hizo paso el bacilo del cólera. La revolución de los transportes, con la consiguiente movilidad geográfica de la población, y en nuestro país las numerosas guerras y revoluciones que implicaban el deambular de tropas militares, derivó en la rápida y extensa difusión de esta contagiosa enfermedad. Las autoridades se afanaron en la puesta marcha de toda una serie de medidas para su prevención, pero toparon con una inexistente infraestructura sanitaria y una escasa cultura de la higiene entre la población.

Según muchos historiadores, las epidemias de cólera que afectaron a toda Europa durante el siglo XIX deben considerarse como el enemigo número uno contra la salud pública durante este periodo. Y no es para menos. España sufrió las consecuencias de la epidemia de cólera morbo en 1834, 1855, 1865 y 1885. En conjunto, las cuatro invasiones coléricas produjeron 800.000 fallecimientos en toda España, lo que supuso una fuerte sangría demográfica.

La epidemia de cólera morbo de 1855 tuvo su origen en la península del Indostán en 1842. Alcanzó Constantinopla en 1847, y posiblemente por vía portuaria alcanzó Vigo en 1853. El foco fue localizado. Sin embargo, en 1854 reaparece con gran virulencia en Marsella, desde donde penetra en Barcelona. Desde Cataluña recorre la costa levantina y al interior y sur peninsular penetra a través de las tropas de O`Donnell en 1855, cuando hace su aparición en la provincia de Ciudad Real y Valdepeñas

La enfermedad y su conocimiento en el siglo XIX

Se denomina cólera a tres afecciones morbosas agudas, muy rápidas en su evolución, dolorosas y graves, cuyos caracteres comunes más aparentes consisten en vómitos numerosos y deyecciones repetidas. El más importante epidemiológicamente es el cólera morbo asiático denominado así por tener su origen en las orillas del río Ganges en Bangladesh.

Respecto al mecanismo de transmisión en el siglo XIX se sabía que el contacto con un colérico no determinaba la infección, pues la propagación no se producía por agentes volátiles que pudieran saturar el aire, sino más bien eran las deposiciones de los enfermos las que servían de vehículo para la enfermedad. No obstante, eran conscientes de que la infección del agua en una población por los agentes de la enfermedad era determinante para su aparición y desarrollo. Su tratamiento era sobre todo preventivo, encaminado a evitar la invasión a otras comarcas no afectadas, por lo que se procedió a construir cordones sanitarios, además de extremar la higiene de la población, como ocurrió en Valdepeñas.

Una vez que la enfermedad se había contraído se aconsejaba al enfermo “abrigarse el vientre con franela, guardar cama, dieta moderada, beber vino con agua de Seltz refrigerada, tomar té con láudano, o bien subnitrato de bismuto. Si aparecieran vómitos y la diarrea aumentase se procuraría mantener cierta excitación de la superficie cutánea y se administrarían bebidas ácidas, alcohol, los preparados de opio y el hielo”.

Como se puede observar, el conocimiento sobre los agentes de la enfermedad, su trasmisión, desarrollo y modo de mitigarla fueron bastantes limitados durante gran parte del siglo XIX. A finales de este siglo empezaron a aparecer los primeros estudios serios que intentarán conocer, no sólo su origen, sino su desarrollo y prevención. Destacaron los trabajos del doctor Ferrán, descubridor de la vacuna anticolérica, entre otros.

El cólera morbo a las puertas de Valdepeñas

Todo parece indicar que la proximidad al agua y la movilidad geográfica fueron los factores a tener en cuenta en la difusión del cólera morbo de 1855. Los ríos, los segadores que acudían a trabajar en los meses de recolección a los pueblos, los transeúntes, y sobre todo las tropas militares fueron los principales vehículos de transmisión de la enfermedad.

Valdepeñas por su posición geográfica, situada en el camino real que unía Castilla con Andalucía, constituía un lugar de paso y de parada obligatoria para viajeros y ejércitos. Son numerosas las referencias que el ayuntamiento recoge en sus plenos al paso de estos contingentes.

Tampoco debemos olvidar que el urbanismo de la ciudad quedaba determinado por el paso del denominado arroyo de la Veguilla. Este riachuelo, afluente del Jabalón, que cruza la población de oeste a este, y aunque con una escorrentía desigual, no dejó de plantear problemas a los vecinos desde el siglo XVIII sobre todo porque fue utilizado como depósito de basuras y aguas estancadas lo que provocaba una gran insalubridad.

El miedo al cólera

A pesar de las medidas tendentes al control de la movilidad geográfica de la población, bien controlando a los inmigrantes, ya invitando a los vecinos que habían huido de la población a no volver hasta el fin de la epidemia, los cordones sanitarios no debieron resultar efectivos. Desde los primeros días de la invasión y durante el desarrollo de la misma el ayuntamiento llamó la atención sobre el peligro que implica la salida y entrada de vecinos sin ningún tipo de control. Sin embargo, esta preocupación fue desigual.

El 30 de julio presidió la sesión plenaria un concejal porque el alcalde se había pedido una licencia de 2 meses, en plena epidemia. El 15 de agosto se da cuenta de que dos concejales se habían ausentado de la población y que por tanto no coadyuvaban a los trabajos que gravitan sobre la corporación.

A pesar del llamamiento a su incorporación, so pena de multa de 500 reales y la puesta en conocimiento de lo sucedido al gobernador civil de la provincia, no se incorporaron y el 22 de agosto se nombró a nuevos concejales. El 18 de agosto y el 14 de septiembre el gobierno municipal insistió mediante bando a que los vecinos huidos no volvieran a la población hasta 40 días después de haber cantado Te Deum.

En este sentido resulta sumamente llamativo la carta que el párroco de la ciudad dirige al consistorio el 1 de agosto. En ella manifiesta que se había dado el caso de presentarse la cruz parroquial a la morgue para conducir los cadáveres de los coléricos al cementerio sin poder llevarlo a cabo por no prestarse a ello ninguna persona.

La psicosis social ante el cólera estaba justificada. Parte de la población había huido a las huertas y cortijos, incluidos el alcalde y algunos concejales. La infección del propio secretario del ayuntamiento, del abogado de los tribunales nacionales y 16 entierros algunos días propiciaba este clima de miedo. Para mitigar esta catarsis, se ordenó que las campanas de la iglesia de la Asunción no tocaran a muerto, el clamor por cada fallecido.

La respuesta municipal

Debido a la expansión de la epidemia en poblaciones cercanas en la primavera de 1855, el ayuntamiento retomó las disposiciones encaminadas a aumentar el celo en la higiene. El 14 de marzo de ese año se publicó un bando incitando a los vecinos a que blanquearan las fachadas de sus casas, procuraran no hubiese aguas estancadas ni corrompidas que emitieran olores en las calles y que barrieran sus pertenencias para evitar los contagios.

Igualmente se acuerda reparar la habitación del hospital municipal que quedaba por concluir para colocar cuantas camas fueran posibles para albergar a los futuros enfermos que padecieran el cólera. El control de forasteros, pobres y transeúntes se convirtió en una obsesión a la hora de adoptar medidas preventivas. A partir de declaración oficial de la invasión colérica el ayuntamiento pasó del control a la expulsión directa de la población.

Desde del 22 de julio, con el primer fallecimiento por cólera-morbo, el gobierno municipal dispuso de medidas que intentaran, en lo posible, paliar los efectos de la epidemia e hizo un llamamiento a todos los facultativos de la ciudad para socorrer a los enfermos. Todos ellos subscribieron un acta de compromiso con el objetivo de visitar a cuantos enfermos pobres se hubieran contagiado por el cólera morbo. Cada facultativo se comprometía a permanecer en la población durante la epidemia.

La mortalidad

En Valdepeñas el primer fallecimiento por cólera morbo se produjo el 20 de julio de 1855. Se trataba de una niña de 32 meses. El último fallecimiento ocurrió el 11 de octubre de ese mismo año. Fue un varón de 35 años el afectado. En total, según mis datos, fueron 434 los fallecidos, lo que supone un 39 por mil de la población. Ese mismo año se registraron 858 defunciones, 548 más que en 1854, un 77,4 por mil, frente al 27,9 por mil de 1854. Por tanto, la sangría demográfica fue importante lo que se dejará notar en el censo oficial de habitantes de 1857.

Dos años después de la invasión del cólera morbo, Valdepeñas registra 10.786 habitantes frente a los 11.085 que tenía en los años previos a la epidemia. Aunque la diferencia no es abultada, sí es el único momento durante el siglo XIX cuando la ciudad pierde población.  No obstante, resulta complicado establecer a qué número de habitantes afectó el cólera morbo, pues es obvio, y como en otros lugares ocurrió, que el número de fallecidos registrados en los libros de defunciones no corresponda con el de infectados.

No afectó por igual a hombres y mujeres

El cólera morbo no afectó por igual a hombres y mujeres. Tampoco según los grupos de edad. Si atendemos a los datos afectó ligeramente más a las mujeres que a los hombres. En concreto fueron 192 los hombres fallecidos de cólera frente a los 234 femeninos. Las causas que nos permiten entender por qué la epidemia se cebó más con el género femenino son difíciles de apuntar.

Juan José Fernández Sanz, en su estudio sobre la epidemia de 1885 en la provincia de Guadalajara, estima que el contacto con el agua en muchas faenas domésticas típicamente femeninas en aquellos años (lavanderas, criadas, amas de casa, etc.) pueda ser una explicación.

Nos interesa también conocer si la afección fue igual según los grupos de edad. El infantil fue el más vulnerable a la epidemia. Entre 35 y 44 fallecimientos se registran en el grupo de edad comprendido entre los 30 y los 44 años respectivamente. Y los grupos comprendidos entre 50 y 90 años nunca se registran más de 14 fallecimientos.

Lo que sí es evidente es que el tiempo cálido favorecía la difusión del bacilo causante de la epidemia. Sólo se registraron defunciones en los meses de julio a octubre inclusive.

 

 

 

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