Este año es el primero que recuerdo haber visto completa la gala de Eurovisión, animado solo por la curiosidad de ver si se me ocurría algo inteligente que escribir sobre ella. Emprender un pensamiento crítico trae consigo una ley del talión, la asunción de sorpresas como algunos tópicos que perviven con razón. No sé si uno de ellos será el recelo de que Eurovisión es un juego político y económico.
De entre todos los participantes del festival, cuya final se celebró en Lisboa, me llamó en especial la atención el caso del Reino Unido. La cantante londinense Surie no cayó bajo la lluvia ácida —una posición desventajosa en el orden de actuaciones, la intrusión de un espontáneo a medio acto y el indolente abandono del público y los jueces europeos. Desconozco si su desventura fue causa de un tema utópico, con una puesta en escena muy sobria, que por momentos cantaba con voz intimista, en un tono casi confidencial y desolado fuera del modelo de radiofórmula con que lo fabricaron los compositores.
Hay una esperanza crepuscular en la épica de los perdidos. Algunos caen en la tentación de no darse por señalados y otros pelean con disimulo con el fin de la tarde, como el sol y el ocaso. Con esa elegancia se mostró la emisaria inglesa ante la interrupción famosa. Junto a la incredulidad del locutor Tony Aguilar y ante las cámaras de este país circuló el rostro de una intérprete crecida ante la adversidad, que recondujo el rumbo tras el incidente duplicando su esfuerzo.
Puesto que no me aturden esas fiebres del sueño de la moda, admiro que la canción no trate de amor, que su ejecutante tenga una formación presentable (graduada en la Real Academia de Música de Londres) y una carrera autónoma, relativamente apartada de los focos mediáticos hasta la actualidad. Aunque no lo son todo a la hora de otorgar el título de artista, ¿distinguimos los oyentes estas credenciales? ¿Valoramos igual a las personas experimentadas y a las estrellas de luces cortas amparadas por insulsas academias?
El fenómeno Eurovisión nunca será una enseña de calidad, pues contemplándolo con detenimiento se descubre que los males que adolece se parecen a los del mundo en que vivimos, ese que a veces tememos que se esfume y no sea más suelo firme. Allí también debe de habitar algún personaje que ruegue en el desierto porque (por mucho que se embolse un dinero por el mero hecho de estar presente) vea negados su maña y su trabajo en favor de otros factores y al concurso convertido en una carretera sin interlocutores de Dios, como si fuera un áspero pasaje de McCarthy.