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26 abril 2024
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El camino

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Una extraña bacteria que en pocos meses secaba bosques enteros
Rafael Toledo Díaz / VALDEPEÑAS
Novela colectiva del Globosonda: Un mundo sin tumbas VII

“La Carretera”, así se titula el clásico de la literatura de ficción que el enterrador llevaba guardado como oro en paño en su mochila. Él, aunque de clase modesta y sin haber pasado por la universidad, no era un ignorante. La dura vida que soportó desde la infancia y, su pasión por la lectura, le habían convertido en un hombre culto y fuerte a pesar de las apariencias.

De muy joven se aficionó por el género fantástico, en especial, por las consecuencias de las catástrofes y toda esa parafernalia fantástica y destructora. Por eso, al leer por primera vez el texto de Cormac McCarthy, se emocionó. Fue uno de los pocos regalos que le hizo su padre y aquel ejemplar representaba un valor emocional nunca antes adivinado. Por eso y por su contenido, a partir de ese instante en su fuero interno determinó que aquel libro era un talismán para él.

En estos momentos siniestros y calamitosos era como un manual de supervivencia, lo releía una y otra vez devorando sus páginas, lo hacía como si estuviese comiendo esa carne. Peligrosamente se estaba acostumbrando al olor de chamusquina y fritanga, pero, sobre todo, disfrutaba con ese sabor tan dulzón, tan especial de la carne humana.

Nunca pensó que en tan poco espacio de tiempo, apenas unos años, la vida en el continente se habría deteriorado tanto. Ahora no se trataba de un holocausto nuclear como en el libro de McCarthy, nadie se atrevía a determinar cuál fue el detonante real de la crisis y se rumoreaba que un virus estaba acabando con la población. Sin embargo, aquella situación era peor que una guerra. Tampoco supieron en qué momento puntual empezaron otra vez con el canibalismo como una práctica habitual.

A veces, en sus ratos de descanso, mentalmente empezaba a componer otra posible teoría de cómo llegaron a esta situación tan desesperada.

Apenas se habían dado cuenta, pero desde unos años atrás y poco a poco, las especies vegetales de la zona empezaron a manifestar una rara enfermedad, las hojas de los árboles y las plantas eran devoradas por una extraña bacteria que en pocos meses secaba bosques enteros. Desde algún laboratorio con grandes intereses económicos empezaron un tratamiento agresivo con productos desconocidos, pero al poco tiempo desistieron, comprobando que en realidad habían acelerado los efectos con esos métodos experimentales. Los animales que se refugiaban en las enormes masas forestales, sin alimento, sucumbían lentamente en una larga agonía. Sólo los carroñeros eran capaces de sobrevivir, por eso no era extraño ver grandes zonas pobladas por esos repugnantes animales, lomas y montículos horadados por madrigueras de ratas y otros bichos repelentes que se alimentaban de cualquier cosa, sobre todo, de raíces secas.

Como la comida empezó a escasear, los hábitos sociales y morales de una sociedad aparentemente opulenta y civilizada cambiaron casi de repente. Sin tiempo para adaptarse a nuevas costumbres, los pobladores de las ciudades se volvieron otra vez primarios y salvajes. La vida se convirtió de pronto en una lucha por la supervivencia cargada de violencia. En muy poco tiempo resurgieron leyendas, mitos y supersticiones que creían ya superadas.

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Las hojas de los árboles y las plantas eran devoradas por una extraña bacteria

Aquel supuesto número tres de su tatuaje en la pierna le salvó de una ejecución inmediata y, de repente, aquel grupo tribal determinó que era el nuevo profeta y le designó como el “Elegido”. Mentalmente pensaba que ese suceso, fruto de la suerte, le daba otra oportunidad. Ése y otros momentos de peligro fueron claves para que se marcara un plan, algo ambiguo, es cierto, pero suficiente para marcarse una trayectoria, un objetivo.

En aquel libro de culto, padre e hijo seguían una carretera buscando llegar al mar alejándose de la destrucción. Él estaba muy lejos del océano, sin embargo, tenía vagas noticias sobre algunos grupos de pobladores en la zona norte del continente que aún no habían sucumbido de una forma tan rápida al deterioro de la sociedad. Sin ataduras emocionales ni más pertenencias que una mochila, su pala y su idea, emprendió el camino.

Tenía la suerte de no tener la rémora del niño del libro, sin embargo, en su contra, estaba la soledad como eterno acompañante. En algunos momentos de peligro era de agradecer, pero en otras situaciones, el silencio y la falta de apoyo eran mucho más dolorosos y pesados que la mochila que cargaba a su espalda.

Desde que amanecía, desde que los tímidos rayos del sol iluminaban el páramo, ver aquel paisaje era deprimente. Lo comparaba con su idolatrada novela y, aunque no era tan negro y gris, tampoco ese abuso de tonos marrones y ocres le infundía mucho ánimo.

En el horizonte se dibujaban enormes extensiones boscosas totalmente secas, en las riberas se apreciaba los efectos del hacha, la carne era más sabrosa cocinada y para ello y ante la falta de energía, el fuego de aquella leña era imprescindible.

Sólo se consideraba un superviviente más. Su oficio, que durante mucho tiempo se consideró menor, indigno, ya no tenía sentido. El enterrador se había quedado sin ocupación, los cuerpos eran consumidos por los semejantes, hombres y mujeres se iban bestializando a un ritmo vertiginoso. No había más que observarlos en esas comidas orgiásticas donde despedazaban los cadáveres. Se diría que estaban mutando lentamente, cada vez más sus caninos se iban afilando y a los pocos niños y adolescentes que sobrevivían al desastre, les empezaban otra vez a salir las desaparecidas muelas del juicio. Las necesitaban para devorar con mayor fuerza músculos y huesos humanos.

En la determinación de su largo peregrinaje, aquella tarde divisó una nueva ciudad. No sabía cuál era el talante de sus pobladores porque, aunque en jornadas agotadoras había recorrido muchísimos kilómetros, apenas había apercibido cambios en sus bárbaras costumbres. En algunos pueblos compartían la teoría de la profecía del “Elegido” y su número tres grabado en la pierna era un salvoconducto que le hacía comportarse más tranquilo, menos vigilante.

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Pudo ver los restos de un tatuaje, un dibujo que nunca había olvidado

Esperó para acercarse a los arrabales al final de la tarde, cuando la luz empezaba a declinar. Un grupo de autodefensa le recibió y, para su tranquilidad, enseguida le pidieron que les mostrara el tatuaje sagrado.

Aquella noche se montó una fiesta de bienvenida en su honor. En una desangelada nave iluminada con antorchas se procedía a agasajar al “Elegido”, aquél que viajaba en busca de la pócima que salvaría a aquella humanidad en claro deterioro, el profeta que acabará con la bacteria que asolaba el continente.

El enterrador recibió con una mezcla de agrado y recelo la cortesía de aquellos semisalvajes. Saboreó un estupendo licor que reconfortaba el cuerpo. Nunca imaginó que aquel brebaje lo conseguían destilando el tuétano de los huesos humanos que consumían. Pero su angustia fue mayúscula cuando el agasajo llegó al culmen del banquete. En una enorme fuente adornada le ofrecieron un asado de pierna humana, un enorme trozo de considerables dimensiones, desde la cadera a la rodilla. Y allí, a pesar de la poca iluminación para su mayor aflicción, pudo ver los restos de un tatuaje, un dibujo que nunca había olvidado.

Ante la mirada expectante de todos debía degustar la carne de Helena, aquella  pierna de aspecto sabroso sólo podía corresponder a una antigua compañera de instituto. Cuando eran jóvenes y en verano solían nadar en el río, su precioso bañador rojo contrastaba con ese perfecto dibujo que mostraba una sucesión de hojas de diferentes colores que recorrían sus atractivos glúteos.

Después de un largo y tenso momento de duda, logró dejar la mente en blanco, superó las emociones y el asco, cerró los ojos y con un gesto entre respetuoso y rito iniciático abrió la boca… Todos gritaron y aplaudieron en estado de éxtasis. Mientras los asistentes iniciaban aquel banquete macabro en honor a su llegada, él se reafirmaba en retomar el camino a la mañana siguiente, cuanto antes, no podía soportar tanta barbarie, tanto desorden.

Solicitaba con urgencia buscar la normalidad perdida, necesitaba llegar a un lugar  donde la gente moría de forma natural y podía ser enterrada.

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