Ante todo, les diré que tengo debilidad por estas tres cosas: beber el buen vivo de esta tierra, asistir al inicio de cada día que amanece y contemplar la hermosura de una rosa. Los taninos, alegre medicina para el cuerpo y el espíritu, el alba, las primeras esperanzas y los pétalos, plenitud de vida.
La noche todavía está presente; en enero el amanecer es tardío, lento y poco claro; un cruce de caminos en mi vida me ha dado la posibilidad de seguir viendo ya jubilado, el amanecer de cada día; sigo siendo un afortunado. Un día más inicio el viaje con mi automóvil metido ya en años, y la radio me regala el mejor despertar: Gilbert Bécaud está cantando una poesía al secreto de entender la vida: “Lo importante es la rosa”. Hay canciones como está que habría que escuchar olvidándose de todo, pero no puedo, voy conduciendo. Hoy, me digo, el día promete ser redondo, he visto un día más amanecer y estoy oyendo una canción que me entusiasma.
Estamos en enero y hoy la niebla tapa todo lo inmediato. Emocionado por la letra de la canción olvido el mes en el que estamos; lejos no está diciembre y en diciembre si he visto rosas. Circulo frente a un jardín que hace unas semanas estaba lleno de ellas y no acierto a ver ninguna. Me conforta la idea de que siendo aún de noche y con la niebla, no pueda verlas. Ya en la carretera, magnífica autovía, la niebla es aún mayor y el campo ya sembrado permanece escondido a mis miradas, ni lo veo ni me ve.
Ya de vuelta, entro en la ciudad con la triste luz de la mañana y observo que la niebla ha desaparecido; me animo pues ya puedo ver y contemplar lo inmediato y aquello lejano más querido; voy a buscar alguna rosa. Ilusionado recorro parques y jardines, vano intento pues sigo sin encontrar ninguna, solamente sus troncos ya podados. Pensé, en el cementerio suele haber muchas flores todo el año, seguro que allí contemplaré alguna; sin embargo, al llegar a la puerta, la verja me paró y me dijo, aquí hoy sólo hallarás plástico eterno.
Regresando a casa, el escaparate de una floristería me muestra al fin una docena de “bonitas” rosas rojas; todas son iguales, clónicas y lo más sospechoso, no tienen espinas; paso de lejos, no busco esas rosas, no quiero esas rosas. Regreso al fin con la pena de no encontrar ninguna.
Mientras escribo estas líneas al calor de una copa de vino de una bodega de aquí cerca, el día ya envejece; la luz no se ha hecho clara en todo el día, que sin rosas la luz es mortecina.
La emisora que cantaba esperanzada en la mañana me confirma pesarosa lo que el día me ha predicho; En Gaza tampoco florecen las rosas en enero, ni la esperanza de ver amaneceres. La copa de vino sigue llena.