El papa Francisco se ha unido a los deseos del Concilio Vaticano II para fomentar entre los cristianos el amor a la Biblia, su conocimiento y difusión.
Con este motivo, hemos tenido la suerte de poder vivir ayer, en Daimiel, la Segunda Jornada de la Palabra de Dios. Hemos podido reflexionar, escuchar testimonios, convivir, rezar con el método de la lectio divina; en el fondo, hemos podido disfrutar de nuestra condición de creyentes y discípulos, acogiendo como regalo el gran don de la Palabra y de los hermanos.
Somos el pueblo de la Palabra: la Biblia nos ayuda a construir la Iglesia y la Iglesia nos abre el camino para comprender correctamente la Biblia. Es verdad que somos un pueblo pecador, que no acaba de cumplir la Palabra, que no vive la santidad del Evangelio; pero no queremos ser perfeccionistas y falsos: la Biblia nos llama a la conversión, como proclaman las lecturas de este domingo. No nos reunimos para autoafirmarnos desde nuestros gustos por los textos bíblicos: la Palabra nos interroga, sacude nuestra conciencia, nos desborda y nos exige atención y conversión.
Creo que tenemos aquí un reto importante para que no nos dejemos llevar por la mundanidad de buscarnos a nosotros mismos cuando hablamos de la Biblia o escuchamos discursos sobre la Biblia o sobre la fe.
Cuando Jonás predicaba la destrucción de Nínive, los oyentes no se pusieron a dialogar si Jonás había hecho un discurso bonito o si les había resultado pesado. Jonás no fue a Nínive a dar un concierto musical o a dirigir una conferencia teológica para gustar a los oyentes. Sería ridículo pensar en los habitantes de Nínive juzgando el contenido o las formas estilísticas y retóricas de Jonás. El profeta, a pesar suyo, tuvo que ir a gritar destrucción a un pueblo que no era el suyo, a una ciudad que no vivía de cara a Dios.
A diferencia de los habitantes de Nínive, nosotros tendemos a juzgar los discursos que oímos o los libros que leemos: me ha gustado más o menos, ha aportado más o menos conocimientos a mi mente, me ha hecho sentir bien, se me ha pasado el tiempo rápido o me he aburrido porque se me ha hecho largo… Creo que este no es el camino; la Palabra no adviene a nuestra vida para que la juzguemos, sino para dejarnos juzgar por ella. Sería ridículo pensar en los habitantes de Galilea, como en los de Nínive, discutiendo sobre la calidad oratoria de Jesús o la belleza de sus palabras.
El profeta es portador de un mensaje de conversión, de una palabra que no es suya y que tiene fuerza para cambiar a las personas y crear una sociedad nueva, de la misma manera que creó el mundo desde los orígenes.
¿Afrontamos de esta manera nuestro cristianismo discipular? Cuando escuchamos una homilía, cuando acudimos a una charla de teología, cuando nos apuntamos a cursos de formación: ¿somos jueces de las palabras y de sus ministros, o nos dejamos interrogar por la fuerza de la Palabra de Dios? Los ninivitas creyeron a Dios y se convirtieron, es decir, se tomaron en serio la advertencia. ¿No faltarán conversiones entre nosotros porque nuestras predicaciones son mundanas, estéticas, conciertos del lenguaje?
No solo son los oyentes los que deben plantearse su actitud ante la Palabra de Dios: también los mismos predicadores debemos discernir sobre nuestra forma de transmitir y predicar. ¿No buscamos, a menudo, la aceptación de la gente, cierto lucimiento, el aplauso final?
A menudo, decimos a los sacerdotes y a los catequistas que tienen que atraer a los jóvenes, que deben buscar métodos para hacer más atractiva la predicación… Esto es verdad, pero creo que es muy insuficiente. Creo que la conversión principal no está en nuestros discursos, en la línea del edulcoramiento de la palabra: la conversión principal tiene que estar en los oyentes; nuestros discursos tendrán fruto, no si nos alaban por lo bien que lo hacemos, sino porque tocan los corazones y provocan conversión.
Que traiga frutos la celebración de esta preciosa Jornada de la Palabra de Dios.