En qué momento decidimos hacer unos estudios concretos y no otros; cuando elegimos nuestra actividad laboral; nuestro lugar de residencia; o la compañía de quien, pasado el tiempo, sigue a nuestro lado. En ocasiones es una cuestión mucho menos transcendental, pero no por ello menos importante para nuestra experiencia vital.
Cuando era joven, tuve un profesor que, seguramente sin que él se lo propusiera, activó en mí una curiosidad que, casi cincuenta años después, sigo manteniendo intacta. Este joven, sobrio y discreto, pero solvente profesor se llamaba Francisco Escribano Sánchez-Alarcos. Él acababa de salir de la universidad con su licenciatura de Historia, y tenía un contrato en precario. Nos daba clases de Lengua, Literatura e Historia, entre otras disciplinas de humanidades. Además, impartía clases sobre una materia inédita para él, el inglés.
Entre las obras literarias que estudiamos en sus clases recuerdo una. La noria, de Luis Romero, con la que obtuvo el Premio Nadal en 1951. Nuestro profesor nos pasó una fotocopia de una parte del libro que se correspondía con la vida de uno de sus personajes, “El Sardineta”. Nos comentaba la necesidad de poseer papeles para poder trabajar y que, para ello, tenía que estar afiliado al sindicato. Pero sin esos papeles, no conseguía ni lo uno ni lo otro.
No hace mucho tiempo leí de forma reposada esta novela. Y debo reconocer que me impresionó, por lo innovadora. Porque no cuenta la historia de un personaje en un espacio temporal. Relata la vida de un día entero en la ciudad de Barcelona de finales de los años cuarenta. Los personajes aparecen desde primera hora de la mañana hasta la madrugada del día siguiente y se van sucediendo, entrelazados, uno detrás de otro.
La novela toma el nombre del artilugio hidráulico introducido por los árabes para extraer el agua de los pozos que se emplea en el riego, para abrevar los animales o para beber. La fuerza motriz la proporcionan los animales de tiro, —burros o mulas—, que, con los ojos vendados, dan vueltas sin fin alrededor del pozo. Para la extracción del agua esta máquina emplea alrededor de cuarenta cangilones.
En el relato aparecen numerosos personajes que la convierten en una auténtica novela coral, ya que ninguno destaca sobre los demás, como decía nuestro profesor. Y, curiosamente, el número total es de treinta y siete. Casi tantos como el número de cangilones que posee aquella máquina. Esta novela nos relata la vida de la ciudad en plena posguerra, y sus personajes nos muestran sus sentimientos, esperanzas, preocupaciones, miedos y alegrías.
La noria, como el agua que discurre por un río, simboliza el fluir continuo que es la vida. Este simbolismo ha inspirado a nuestros escritores pero, sobre todo, a poetas como al sevillano Antonio Machado.
Llama la atención la imaginación del novelista para sortear la censura de entonces que, seguramente, leyó y corrigió la novela, antes de autorizar su publicación. En vez de explicitar algunas cosas, se sugieren, se insinúan, o se usan sobreentendidos, para no mencionar aquello que estaba prohibido o simplemente no era bien visto entonces.
En este relato se cuentan situaciones sorprendentes para la época en la que se desarrolla la trama, pero que se pretenden disimular o diluir. Como la condición sexual de alguno de los personajes, las relaciones extramatrimoniales, incluso una propuesta de intercambio de parejas que afecta a uno de los personajes. Nos muestra la crudeza de la miseria, además de la prostitución y la delincuencia, actividades censurables en aquellos años.
Una de estas historias trata de una familia formada por los padres y sus dos hijos. El padre, obrero industrial, estuvo cuatro años en prisión por sus actividades durante la guerra. Él quiere que su hijo mayor sea abogado para defender a los más necesitados. Y, “el otro”, que es más joven, que estudie también. Este último fue engendrado y nació durante su periodo de reclusión. Pero él no le pregunta nada a su mujer y lo trata como al hijo mayor.
Pero volvamos a mi profesor. Cuando terminaba este artículo, me puse en contacto con él a través del correo electrónico para comentarle mi propósito. En seguida me contestó, para mi sorpresa, su hijo. Me decía que él falleció el pasado mes de octubre. Que, hasta sus últimos días se dedicó a lo que más le gustaba, al archivo municipal de su Campo de Criptana natal, que él organizó durante años; a investigar; y a disertar o publicar sobre algunas cuestiones de la interesante historia de su querido pueblo.
Ejerció como cronista oficial de su localidad desde 1988, pero su designación fue in pectore, durante veinticinco años. Luego, logró que oficializaran su nombramiento.
Vaya mi agradecimiento a quien estimuló mi afición por la historia y la literatura. Pero especialmente a una persona que era, —en el sentir general de sus privilegiados primeros alumnos—, sobre todo, buena gente. Hasta siempre, profesor.