Como dijera Aristóteles, en esto estamos todos de acuerdo, en buscar la felicidad; las diferencias entre las propuestas filosóficas y religiosas están en el medio que nos ofrecen para conseguirla.
En Cuaresma y en Adviento –los dos tiempos fuertes del Año litúrgico para preparar las celebraciones de Pascua y Navidad–, la Iglesia nos propone un domingo dedicado a la felicidad, a la alegría: Gaudete y Laetare, «gozaos» y «alegraos». ¿Es la liturgia cristiana, la celebración de los misterios de nuestra fe, una fuente de alegría para los creyentes? ¿Nos ofrece la Escritura caminos ciertos para alcanzar la felicidad?
Recordemos cómo empieza Jesús el sermón del Monte: «Bienaventurados». Es una palabra que se repite hasta nueve veces en pocos versículos. También el último libro de la Biblia, el Apocalipsis, tiene un conjunto de siete bienaventuranzas. En la misma línea se sitúan los libros sapienciales del Antiguo Testamento; el libro de los Salmos comienza de la misma manera: «Bienaventurado el hombre…».
Las lecturas de esta jornada de domingo nos ofrecen algunas claves para vivir la alegría.
Tal vez, la mayor insistencia está en la experiencia de haber sido amados por Dios como fuente principal de alegría. María, en su canto en la casa de Isabel, lo expresa de una forma sencilla y profunda. Los psicólogos estarían de acuerdo en esta perspectiva: saberse amados es una de las fuentes principales de felicidad y equilibrio para el ser humano. Si nuestra experiencia de Dios no produce alegría, ¿no será que hay algo que no funciona, que la experiencia no será tan «de Dios» como pensamos? El mensaje de Jesús insiste en que, hasta en el pecado, se puede hacer experiencia de felicidad, cuando reconocemos que alguien nos sigue amando a pesar de nuestros errores y maldades. El amor hace posible la conversión y ofrece caminos de futuro a quien creía haber cerrado sus puertas a la alegría.
Una segunda clave para recorrer los caminos de la felicidad nos la ofrece el evangelio, centrado en la figura de san Juan Bautista. Cuando le preguntan sobre su ser y su misión, san Juan niega ser lo que los demás esperan: él no es el Mesías. La verdad sobre uno mismo, conocer nuestros límites, saber quiénes somos realmente, es un requisito fundamental para la felicidad. Muy a menudo, se nos dice que somos importantes, que lo podemos todo –eso sí, para vendernos siempre algún producto. Al principio, solemos creer en las promesas, nos dejamos seducir por las grandezas que nos ofrecen, pero pasa el tiempo y nos llega la frustración y la decepción: la mentira no se sostiene con el tiempo.
Saber lo que uno es y lo que no es, cuáles son sus límites, cuál es su tarea –aceptar la propia verdad, en definitiva–, es un requisito imprescindible para construir la felicidad.
En la tradición bíblica, por otra parte, la alegría siempre tiene que ver con el espíritu. Con el espíritu del ser humano y con el Espíritu de Dios. Somos cuerpo y, por ello, no podemos ser felices si el cuerpo no participa de nuestra felicidad; pero si solo cuidamos el cuerpo no podremos ser nunca plenamente felices. La alegría tiene que ver con la materia, con la historia, con los hechos, pero va más allá: tiene que ver con las personas, con las relaciones, con el amor, con la hondura. El hombre es un ser espiritual y, por ello, su felicidad tiene también una radical dimensión espiritual.
Por otro lado, el Espíritu de Dios, cuando somos dóciles a su trabajo interior, nos hace experimentar la dulzura de las cosas buenas, su frescor, su belleza.
Al final del texto de san Juan, el Bautista nos da una última clave de la felicidad: tener proyecto, vivir esperando en el futuro. Juan es una voz que anuncia, con toda su vida y su palabra, al enviado que llega. Juan nació, vivió y murió en relación a Jesucristo, y supo transmitirlo así a sus contemporáneos. Esperar al Mesías y anunciar su Buena noticia es una clave fundamental para vivir la alegría: compartir con los demás nuestra pasión por Jesús, por su cercanía y su ternura.
Esto es Navidad: alegría a borbotones que se siembra en los sencillos.