Llueve sobre los campos como si con la lluvia el río de tristeza que atenaza el alma se guareciera en los soportales del alma. Hoy, día de un Santo humilde remonto en el ayer, me deslizo por la irrepetible senda de la pequeña historia de aquellos labriegos siempre enredados entre surcos y arados. Hombres de pan llevar con paz en sus pupilas, callando la injusticia de todos, sin mirar hacia atrás. Capeando tormentas del tiempo. Silenciosos y heréticos como la cal clavada en hastiales de casas. Soñadores de frutos que la tierra les da mirando el infinito azul como sus venas en esa encrucijada de labrar y labrar sin que nadie comprenda porque hay tanto amor al campo con sólo el techo amplio del cielo y su distancia inabarcable.
Llueve hoy, bendiciendo los campos de fanegas mojadas, Isidro labrador. Sencillamente hermano de millones de hombres que siguen su senda de hace siglos. Llueve y se empapa la tierra hasta el profundo lago del acuífero, igual de sencillo que ayer también lo hizo.
Llueve y al oír ese preludio de agua que hablada y mulle la tierra de mi pueblo a plena luz, mi fe se desliza en silencio por toda la llanura de Tomelloso y de tantos otros pueblos dispuestos al trabajo de roturar la tierra. La lluvia es la voz misteriosa ancestral y caladora de sed en toda primavera. El agua benefactora lava tomillos y romeros, pámpanas y sembrados, los matojos de flores surgidos en laderas, aceras y parques, ahora abandonados. Cae agua del cielo y es como si la romería de todos nuestros pueblos, que se queda sin otra dimensión que la oración al buen Isidro, el cielo bendijera el barro por este santo laico y medieval, al que el pueblo llano, elevó al cielo y a los altares antes que los papas lo proclamaran santo.
Celebramos con la oración callada antiguas romerías de fe que en las orillas rodadas de los siglos han seguido celebrándose, a pesar de las muchas aristas de los que nada creen y tanto les molesta.
El agua diluye los harapos de tanta suciedad acumulada y nos deja perfiles de belleza en árboles erectos en estas horas trágicas preñadas de tanto desacuerdo. Yo creo en ese san Isidro que rezaba a Dios con las manos callosas y el rostro cincelado por el aire y el sol de cada estación. Y pienso, que jamás sabrá nadie porque ese laico santo labriego, ha vadeado siglos hasta llegar a este nuevo milenio, tan escaso de fe, y tan lleno de fastos y desmedido orgullo humano.
Por estos lares nuestros, resuena el rezo campesino a San Isidro labrador, con el mismo mensaje clavado en el horizonte de vivir de al tierra miles de campesinos; y sin saberlo, ni nosotros mismos, Dios baja y empuña nuestro arado con la misma destreza y tesón que lo hacía con Isidro.
Nuestra fe es esta, encaramarnos a lo imposible y sembrar y plantar esperanza en la vida y en el surco cada amanecer, con la única traba del cansancio que llega cuando la noche cae y entonces el aliento de las gentes del campo, mujeres y hombres marcados con el sol del trabajo, cincelan, sin decirlo, esa oración de fe que es creer que la tierra, nos seguirá ofreciendo la clave del sustento. Y rezamos silenciosamente dejando esa oración en todos los campos labrados por nosotros.
Oigo caer la lluvia en este paisaje tan lleno de conveniencias, tantas veces erróneas, y en este acontecer todavía necesitamos la fe de San Isidro para seguir creyendo que la tierra labrada es nuestra fortaleza, y el milagro de seguir existiendo.