Pertenezco a una generación en la que el cine fue casi el único entretenimiento, junto al fútbol, del que podíamos disfrutar. Recuerdo las salas que existían en aquellos años de la segunda mitad del pasado siglo, Proyecciones, Olimpia, Castillo, Cervantes, todos ellos desaparecidos y Quijano destinado ahora a la representación de obras teatrales y otros eventos. En nuestra ciudad solamente existe desde hace unos años, un solo edificio con varias salas dedicado al séptimo arte. Asistí a todos ellos, en todos ellos disfruté, soñé y me emocioné. Asistí, disfruté y sigo haciéndolo de una manera asidua.
La pandemia pasó una factura brutal a las salas de cine. La disminución de asistencia para ver las películas en la gran pantalla, que sigue siendo su espacio tradicional y natural, padeció un declive quizá propiciado también por la gran oferta de series que pueden verse sin salir de casa con esas enormes y extraplanas televisiones que convierten el salón o el dormitorio en una sala de cine sin horarios. No obstante soy de los que siguen yendo al cine con frecuencia, haga frío o calor, en verano y en invierno.
Sin embargo vengo observando que afortunadamente la asistencia al cine va en aumento. Hacía tiempo que no asistía a películas con la sala prácticamente llena. Quizá sea debido a la calidad y reclamo de las películas exhibidas. Y es que manteniendo la teoría de que el cine en casa resulta ser más cómodo, los amantes del cine solemos responder en mayor número ante películas que reclaman ser vistas en una pantalla de mayores dimensiones que las domésticas.
¡No dejemos morir a las salas de cine! Acabaría un espacio histórico, mítico en el que durante unas horas asistimos o penetramos en una realidad siempre atractiva y a veces sorprendente. Estas líneas quieren ser un reclamo para mantenerlas abiertas.