Destacar coincidencias entre el calor que nos fustiga tan temprana como intensamente, con el “calentón” político que también hace lo posible por fastidiarnos, sería un atrevido ejercicio, aunque haya doctos análisis sobre la incidencia del clima en reacciones exaltadas; y así parecen apoyarlo las crecientes excentricidades del millonario –que no político- Donald Trump, que conforme sube la temperatura, eleva la gravedad y peligrosidad de sus ligerezas políticas, que él niega con el mismo desenfado que al calentamiento de nuestro planeta y defender negocios ajenos o propios para mantener vivo y pujante el capitalismo, por encima de cualquier móvil solidario. Y no me hago ilusiones sobre un próximo “impeachement” que le expulse de la Presidencia, como otrora a Nixon. Nixon no era un potentado económico, sino un político más humilde, que dimitió antes de la llegada del procedimiento legal, asustado por la gravedad de la situación. Pero este arrogante Presidente es más osado y temido: en pleno escándalo por las declaraciones del exdirector del FBI, el líder de la mayoría republicana del Senado se dedicó a exaltar los logros desde la llegada de Trump a la Casa Blanca.
Como no se concreten las recientes acusaciones sobre las subvenciones económicas supuestamente irregulares, a empresas relacionadas con negocios del entorno presidencial o algo parecido, la salida forzada de Trump de la Casa Blanca se aplazará y el atípico presidente seguirá asustándonos con su estrambótica conducta, sus salidas de tono, amenazas e inquietudes, que añadirán intranquilidad a la ya intranquila situación que vivimos. Pero no debemos olvidar que tiene sus incondicionales: no obtuvo tantos votos populares como su contrincante Hillary Clinton, aunque fueron muchos los que le votaron, los que dieron por bueno tener un presidente sin más conocimientos políticos que los aprendidos en sus negocios no siempre modélicos e incluso de llegar a la frivolidad de admitir la normalidad de la mentira –llamándola “posverdad” o “hecho alternativo”- en un país en el que de la verdad se hizo todo un culto: generaciones de norteamericanos fueron educados en el modelo de Jorge Washington, que de niño cometió la falta de talar un cerezo para probar un hacha trgalada, y que al ser preguntado respondió: “Yo no puedo mentir; he sido yo”. El triunfo de Trump supone un claro retroceso político.
También es ejemplar la victoria del refrendo sobre el “Brexit”, en el que los británicos más viejos cortaron el porvenir a los más jóvenes, apartándolos de Europa y frustrando esperanzas, según manifestaron las encuestas, además de sembrar el desconcierto entre los ciudadanos que se abstuvieron. Arrepentidos, pidieron una repetición de la consulta, que los agradablemente sorprendidos “euroescépticos”, se apresuraron a denegar, pese a que incluso su máximo propagandista confesó la utilización de falsedades en su campaña. Lo que comenzó siendo una maniobra partidista del anterior “premier”, Cameron, supuso, ante su disgusto, la exigencia de abandono de la UE de la mano de su correligionaria y sucesora, Theresa May, encantada de volver a la gloria de ser cabecera de un Imperio ajeno a Europa… con permiso de Gibraltar. Pero ya no hay Imperio, y los ingleses, contra pronóstico, han vuelto la espalda a la “premier”, haciéndola casi perder otras elecciones, convocadas como maniobra partidista cual la de Cameron… y el RU sigue remando contra corrientes de unidad en el cauce del retroceso político.
Pulsiones insensatas, de vez en cuando, azotan a los humanos, y los españoles, que creemos ser tan diferentes de los británicos, también nadamos contra la corriente de la lógica unificadora: las veteranas tensiones entre españoles centralistas y españoles catalanistas parecen haber llegado a lo que se anunciaba como “choque de trenes”. Ignoro si el choque va a ser violento o no, aunque no lo espere catastrófico. Lo que sí creo es que es un problema alimentado por quienes, llevados por ideas conservadoras, aspiran a multiplicar cercas patrimoniales y fronteras políticas, aunque se haya revestido de un romanticismo cultural que intenta justificarlo. No olvido la experiencia de Ignacio Sotelo, el socialista que fuera catedrático en la Universidad Libre de Berlín y que, cuando volvió a España, tras trabajar en Barcelona, comentaba la semejanza de los catalanes con los demás españoles, argumentando la similitud entre los razonamientos y manías de los estudiantes de Cataluña y los del resto de España. Pero políticos centralistas y separatistas, con sus mutuas incomprensiones y desplantes, llevan demasiado tiempo alimentando un absurdo incendio que solo puede retrasar el lógico progreso político.