Salvo -o incluso- cuando la descubrí por primera vez en la formidable edición del Festival de San Sebastián de 1995, todo un hito en mi larguísima existencia cinéfila (ya si hubiera acudido finalmente Clint hubiera sido el éxtasis, envió un vídeo que jamás olvidaré, no pudo asistir por encontrarse rodando la estupenda y crepuscular “Space cowboys”) creo que es la vez que más me ha tocado las fibras, el corazón, lo cual ya es decir. Desconozco del todo las razones del porqué esta vez me ha afectado tanto, o tal vez sí las sospeche. Probablemente porque me encuentre en el umbral de una respetable y fronteriza edad, por percibir con mayor lucidez el otoño vital en el que ya me encuentro, por atisbar la existencia con relativa mayor nitidez y siendo posiblemente más consciente que nunca de las cosas que verdaderamente importan.
Por tanto, volver a delectarme con ella, cobra en este momento de mi vida mucho más sentido tras dejarme mecer de nuevo por sus imágenes, por esos maravillosos diálogos que la puntean. Y, desde luego, al igual que suele proclamar José Luis Garci, según van pasando los años, cada vez estoy más convencido de que el cine fundamentalmente es emoción.
Y lo bueno de volver a ver esas películas que han sacudido nuestras vidas, la mía en concreto, sobre todo a cierta edad, aparte de no cansarme nunca de renovar ese placer, es que siempre descubro nuevos y maravillosos detalles. Es el caso. Las obras maestras tienen dos características, la que acabo de señalar y que jamás, en ningún momento o estado de ánimo, nos cansamos de verla. Esa es mi definición al respecto.
Definitivamente este nuevo visionado me hiere mortalmente de felicidad. Y si el llanto me acaba nublando en un momento dado su contemplación, me proporciona tanto gozo y catarsis, tanta dicha y agradecimiento por la inmensa belleza que ofrece, que doy por más que bien empleada esta liberadora sofoquina
Me vuelvo a sentir, más que nunca, plenamente identificado con sus personajes, los entiendo demasiado bien, me causan placentero dolor y felicidad a la vez. Hasta el punto de que una de esos detalles que advierto ahora con mayor claridad es una frase en la que apenas había reparado en anteriores ocasiones y que tal vez sea la que otorgue, la que dé mayor sentido a lo vuelto a paladear… LUCIÉRNAGAS QUE ECHAN A VOLAR. Es lo que le dice en una nota Francesca a Robert para emplazarlo a cenar. He ahí la clave. Ella no es, no era la típica mujer ama de casa simple, Robert se lo espeta de manera rotunda. Y él, salta a la vista, no es ni típico ni convencional. Ambos resplandecen en la cotidianidad de ese pueblo de Iowa… y lo harían en cualquier otro lugar. Son dos almas especiales, sensibles, cuyo inevitable destino era encontrarse, como vuelve a decir Robert, eso de que tal vez todo le ha conducido hasta ella, aunque advierta, asuma dolorosamente, que no quiera necesitarla porque no puede tenerla. Y ello sin evitar otro de sus temas principales, el sentido del deber, el compromiso para con una misma y su familia (no se entienda esto de manera moralista, por favor), el permanente debate entre el corazón y la razón.
Por cierto, esa ambientación tan típicamente norteamericana en sus contornos me recuerda inevitablemente a mi pueblo natal orensano, a Leiro. Un momento en concreto así me lo hace evocar, cuando los hermanos caminan por ese río cuyo cauce se encuentra casi seco, mientras siguen leyendo, evocando la historia tan especial vivida por su madre que finalmente entenderán en toda su magnitud, de ese momento en que todo cambió para ella, aunque aparentemente siguiera igual para los suyos, pues ya se encargó de vivir la procesión por dentro, para sus adentros. A propósito, un acierto de libro y película es presentar al marido como un buen tipo, un tipo enamorado de su mujer y comprensivo, un hombre limpio como le define ella, ante la esclarecedora perplejidad de él, pues supongo que deduce que el verdadero amor no ha llegado a la vida de esa italiana inquieta emigrada al campo y vencida por la rutina más noqueadora.
Permítanme a continuación cierta guasita, no crean que tan disparatada ni desaforada dada mi naturaleza desmesurada. Creo que voy a agilizar los trámites para nacionalizarme norteamericano. No me puedo identificar más con esa cultura, incluso teniendo en cuenta sus aspectos más oscuros, menos ejemplares, más siniestros inclusive. No me puedo sentir más afín con su cine, con el de Clint. Y con tantísimos detalles y miles de aspectos más de ese vastísimo continente en la práctica. Con todos mis respetos, jamás me vería viviendo en China (su cultura milenaria no me conmueve), ni en Rusia, ni en Arabia Saudí, ni casi en ningún otro lugar… y ya, ya sé que me he ido a los extremos, pero me daría igual cualquier otro lugar más mesurado.
Aunque aclaro, que en el fondo me siento arrebatado por una maravillosa mentira llamada Hollywood y por un ideal seguramente inexistente (desde Shangri-La a Camelot, de Brigadoon al Valle del Arco Iris o el País de Nunca Jamás). Pero la geografía física y emocional de los USA es la mía, sobre todo la imaginada y recreada en una pantalla, la ensoñada, con la que me siento plenamente feliz, con sus grandes obras, esas que van de “El apartamento” a “Matar a un ruiseñor”, de “Casablanca” a “Lo que el viento se llevó”, de “Laura” a “Vértigo”, de “Horizontes perdidos” a “Horizontes de grandeza”, de “El trompetista” a “Música y lágrimas”, de “Cantando bajo la lluvia” a “El club de los poetas muertos” de “Centauros del desierto” a “Desayuno con diamantes”, de “Las uvas de la ira” a “Música y lágrimas”, de “Gilda” a “Cantando bajo la lluvia”, de “¡Qué bello es vivir!” a esta maravilla que aquí estoy comentando. Un paisaje sentimental y geográfico tan diverso como apasionante. Y lo será así hasta mi último aliento… y esto no lo cambiará ni el mismísimo ni más atronador Dios de cualquier religión. Así que absténgase nadie de recordarme los espantos que se albergan por allí… que soy consciente de ellos también de manera contundente (cheques en blanco ni a mis padres… y, además, en qué lugar del planeta no los hay), porque me quedo ante todo con sus infinitos esplendores y luminosidades. Y el sentido crítico que se suele practicar por aquellas latitudes, el de muchos de sus ciudadanos (esta película es también un ejemplo de crítica a cierta América profunda e icónica… que no por ello deja de tener su fascinación, y al menos desde luego suele proporcionar un impagable juego dramático), llegado el caso.
Ruego por tanto a mis amigos que si les es posible esparzan mis cenizas cuando me desvanezca de este mundo por allí (o por mi amadísima Galicia), que por favor las arrojen a un rinconcito en donde estén para siempre las de Robert y Francesca. Me conformaré con entreverlos a ellos sonrientes y felices, y aunque para entonces no hubiera alcanzado a conocer esa certeza del amor que ambos sí logran tener y consumar, aunque solo sea por cuatro días, que susurran y se proclaman con convicción, y pese a que ciertas circunstancias de ella, nada fútiles, que les impidan lacrar en el momento ese amor eterno en este mundo terrenal. Cerca de ellos, me conformaría con seguir anhelando hasta el fin de los tiempos -es lo que tenemos los solitarios- a esa Jennie, también cinematográfica, que tantas lunas llevo soñando encontrar. Otra quimera, probablemente.
Bendito seas Clint, bendito cine norteamericano de mis iniciales, vocacionales, permanentes y renovadas ensoñaciones.
Y qué pena, que ya no se hagan apenas películas románticas así, de las que describen amores a la antigua usanza. Esto es, verdaderos, auténticos, bellos, emotivos, sin implantes ni impostaciones, sin aditamentos, ni colorantes, ni conservantes.
Me hace gracia cuando tanto cineasta español o europeo se quejan de falta de presupuesto para sus proyectos. Por supuesto esta producción no fue precisamente barata por el caché de sus estrellas, pero ya me dirán si los elementos a utilizar son caros… Tres o cuatro escenarios y un par de personajes. Pero, claro, toneladas de talento y sensibilidad puestas al servicio de una historia de hondos sentimientos que no caducará jamás.
Y qué preciosidad, que alguien te invite a cenar cuando las luciérnagas echan a volar ¿Quién no puede anhelar eso?