Me desperté (es un decir, pues apenas había dormido), con la sensación de que había demasiados personajes dándome vueltas en la cabeza. La verdad es que empezaba a estar harto de Morel, de sus brujas y las malditas mordidas mexicanas. Me sentí aliviado cuando decidí mandarlo todo al carajo, pero el alivio duró unos minutos. No es que la historia, el germen del guión que no escribiría, se aferrara a mí, que también, es que el miedo había anidado. Era un terror indefinido, miradas azules o verdes, manos delgadas, casi esqueléticas, iban tejiendo una melodía que acababa por estallar en tiras de carne arrancadas a mordiscos. Si quería acabar con aquello, debía seguir adelante y encontrar una salida o agotar mi mente hasta que se rindiera y dejara de buscar.
Quizás no estaría de más ir a la policía, me dije. No había mucho que pudiera aportar, pero al fin y al cabo Morel había sido asesinado de manera muy parecida a como él tenía planeado contar el asesinato de un niño ocurrido cincuenta años antes. De esa manera, además, podía enterarme de qué había ocurrido con el caso, si había sido resuelto y había pagado alguien por aquello.
Esas cosas se hacen por la mañana. Me pareció de mal gusto presentarme en la comisaría por la tarde a soltar lo que sabía, así que la dediqué a indagar sobre Juana Molina. Internet resulta mágico, aunque es necesario tiempo, especialmente con nombres como Juana Molina. Llamarse Netzahualcoyotzi facilita mucho las cosas.
La pista más fiable, después de mucho filtrar, me llevó al Tribunal de la Inquisición de Toledo, donde se guardan los procesos seguidos contra algunas brujas. Parte de sus fondos está digitalizada, pero no el documento que a mí me interesaba, el proceso abierto contra Juana Molina, de Daimiel, en 1688. Bajé a la biblioteca, donde no encontré nada, excepto la referencia de un libro, Brujería en Daimiel en el Siglo de Oro, escrito por una tal Lucía Ruiz de la Hermosa. El único ejemplar que había en Madrid se encontraba en una biblioteca de Teután. Después de media hora de metro, me desilusionó no hallar más que un panfleto magro, en el que se citaba a Juana Molina junto a muchas otras que le habían dado a Daimiel el sobrenombre de “el pueblo de las brujas”. Poco más que un folleto turístico.
Me acosté rendido y acunado por varias cervezas. Me desperté a eso de las tres, empapado en sudor, agitado, golpeado por una pesadilla feroz, en la que una mujer joven, delgada, que miraba a Morel como sólo miran los que tienen los ojos verdes, se le acercaba por detrás, seductora, y le clavaba en el estómago un puñal pequeño, muy afilado. Cuando Morel se giraba me reconocí en él y supe que aquella mujer iba a empezar a dividirse hasta completar una jauría. Antes de sentir los mordiscos, me incorporé. Salí al patio, desnudo, que es como duermo. No sé por qué lo hice, pero necesitaba huir. Allí, completamente a oscuras, vi salir de mi habitación una luz tenue, que voló sin prisa por encima de mi cabeza. Permanecí allí, en el mismo sitio, al menos quince minutos, hasta que el frío me recordó que debía moverme. Entré y me tomé un ron.
* * * * *
Me costó esperar. A las ocho ya había llamado un par de veces, pero no fue hasta las ocho y cuarto cuando me cogieron el teléfono en la Universidad de Castilla-La Mancha. Conseguí que me pasaran con el coordinador de grado, o como demonios se llame ahora, de Antropología. Resultó ser un patán sin ningún interés por las brujas de su tierra, pero me dio, para librarse de mí, el teléfono de una colega, eso decía él, que había investigado algo sobre el tema. Una tal María, que contestó a la primera. Se empeñaba en llamar a Juana Molina, Juana Ruiz, dudaba y me hacía dudar. Me remitió a un investigador local, Alfonso García de algo, no recuerdo, y me emplazó a llamarla más tarde para proporcionarme su número.
Cuando me puse en contacto con él, me pareció haber desembocado en un tranquilo océano. Alfonso se interesó por mi historia, que le referí a grandes rasgos, y me contó, con voz calmada, lo que sabía de Juana Molina, lo que no contribuyó, precisamente, a mi templanza de ánimos, la verdad.
-¿Sabe usted aquello de que la historia la escriben los ganadores? Ocultan sus miserias, las batallas perdidas o, en todo caso, exageran el poderío del rival para minimizarlas. Por eso Juana Molina no es muy popular.
¿Qué si era bruja? Sí, según lo entendía la Iglesia. Hubo aquí un importante círculo pagano, adoradores de Diana. Hubo, además, moros, que llamaban moriscos. Para la Inquisición ambos eran, más o menos, lo mismo: enemigos desconocidos, aliados de Satán. Ciertamente, algunas de sus prácticas nos resultan ahora chocantes, pero en su mayoría no eran más que tradiciones marginales, discordantes con la norma.
Como siempre que se empuja a un grupo a la clandestinidad, se le expulsa de lo público, el fanatismo gana espacio. Imagino que parte de aquellos grupos entendió que estaba en guerra y se aplicó a la destrucción del adversario, con el respaldo de sus dioses, aprovechando sus miedos. Quizás incluso ellos, más bien ellas mismas, lo creyeran, entregándose así a sus dominadores.
Los procesos hablan de las prácticas habituales en estos casos. Ya se imagina: nigromancia, sanación, cultos satánicos, personas que vuelan o se convierten en animales, niños que mueren, mal de ojo… Fueron apresadas y castigadas Juana Ruiz, Apolinaria la forastera… un buen número de brujas. Pero lo de Juana Molina es diferente. También ella cayó, fruto de la delación de alguna de las anteriores… o no… eso es… un vecino, ahora recuerdo, fue un vecino cuya hermana había sido acusada el que señaló a Juana Molina. Esta, al contrario que el resto, no lo negó. No debieron de torturarla. Cuentan que era una mujer hermosa, con aire de judía. La recluyeron a la espera de su ejecución. Dos días antes de que ésta se produjera, Juana desapareció. La leyenda dice que su celda estaba cerrada, vacía, y que sus carceleros aparecieron muertos, desangrados, con grandes bocados en el cuello.
Yo no sé qué parte de verdad hay en todo esto. Parecen, más bien, consejas de vieja, pero en el pueblo la tradición le achaca a la bruja Juana todo lo que no puede explicar, desde inundaciones a muertes extravagantes. Las más enterados creen que es por Juana Ruiz, pero en realidad es por la que no mataron, que regresó para vengarse. Hay quien dice, incluso, que la ha visto, por la noche, muy alta, muy delgada, vestida de rojo. Otra versión la sitúa en América, emigrando tras huir de Toledo.
-¿Todavía hay brujas allí?
-¿Aquí en Daimiel? – La pregunta le debió de resultar extraña, pero Alfonso la recibió con naturalidad.
-Y brujos también, pero de eso yo no sé nada. A mí me saca usted de los libros viejos y me pierdo. Pero, ¿está usted bien?… Le noto, ¿cómo decirlo?… ¿intranquilo?
Le conté que escribía un guión, lo del asesinato de Morel y que me había afectado un poco su muerte.
– Recuerdo aquello. No se descubrió quién había sido, pero como el muerto no era de aquí, no dejó mucha huella- me dijo- aunque quizás fueran los perros. Siento no poder ayudarlo.