Cuando está en pleno (y candente) debate el estatus de la explotación sexual, el proxenetismo, la prostitución y, por tanto, la representación social de la masculinidad, se hace más necesaria que nunca una cultura reivindicativa y transformadora. Sobre todo, cuando actúa como espejo de esas perversas miserias que reafirman las desigualdades en función del sexo.
De este modelo cada vez más debilitado, pero de fuertes resistencias, habla la versión de ‘El burlador de Sevilla’, la conocida obra de Tirso de Molina adaptada y dirigida por Xavier Albertí, que acertadamente ha programado para este fin de semana el Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro (FITCA) en su 45 edición.
Se trata de un sensual, elegante y estilizado montaje, coproducido por la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) y el Festival Grec de Barcelona, que ha querido desnudar (textualmente) a un personaje abominable, ya no para la época actual, sino para el tiempo en que fue concebido, en el siglo XVII, incluso para la época viva de las pendencias de la trafedia, 300 años más atrás, en el siglo XIV.
Quiere ser como un punto y final al revisionismo inacabado, que ha tomado forma con la mirada crítica de parteneres culturales deconstruccionistas, para evidenciar y confrontar el comportamiento humillante hacia la mujer, naturalizado desde los ancestros por los hombres para imponer su poder moral, curiosamente con códigos establecidos por ellos mismos.
El propio Albertí señala que «Don Juan no burla mujeres, burla hímenes», dice el director, por lo que es una obra «de dimensión política profunda, con un cambio de paradigma grande en la sociedad del XVII, que resitúa la figura de Dios».
A su juicio, el texto tiene una dimensión metafísica y potentes incertidumbres.
Por ello, se centra en el removimiento de los cimientos sociales de las relaciones dañinas entre los géneros humanos hasta el presente, tras siglos de lucha feminista, sumada a la efervescencia presente que tambalea esquemas y conciencias.
¿Pero de qué manera ha cambiado el concepto de masculinidad en las últimas décadas?, ¿qué es ser varón en el siglo XXI? Son preguntas que desafía el espectáculo que este sábado y domingo acoge el escenario del Teatro Adolfo Marsillach en el ciclo encajero.
El montaje, ya estrenado en Barcelona, revisa la “masculinidad tóxica” de la figura de Don Juan, con un burlador que textualmente se redime con su desnudez, un guiño ‘modus contrarius’ al uso del cuerpo de las mujeres, siempre expuesto, eternamente al descubierto, peligrosamente impúdico a la vista obsesiva de censores acomplejados, y perpetuado al servicio del placer de los hombres.
El desnudo del actor Mikel Arostegui Tolivar, alter ego en la ficción de Don Juan Tenorio, impacta positivamente (y a la vista) al principio, cuando se abre el telón y presenta un cuadro estructurado, visual y cinematográfico (con el acto sexual del personaje y la primera abusada, rodeados del elenco con pitos de caña y al son del piano), y quizás sobre al final, sino fuera por el simbolismo que el castigo divino proyecta sobre el bello cuerpo y el alma del pecador.

Espléndidas y cautivadoras resultan las violentadas, Cristina Arias interpretando a Isabela, la noble que de alguna forma rompe moldes con el pleno y placentero sexo con un hombre (aunque sea en la suplantación de personalidad del embustero sobre el duque Octavio), Isabel Rodes atrapa con el excelso momento del monólogo de Tisbea -“Fuego, fuego, que me quemo,… Amor, clemencia, que se abrasa el alma”-, Lara Grube está inapelable como Doña Ana, sometida de manera consciente ante su convencimiento de cumplir las normas heteropatriarcales, y Alba Enríquez brilla en la encarnación de la pescadora Arminta, que culmina sus bodas en manos del picaflor.
El resto del reparto completa la acción de manera solvente, dentro de una coproducción que es exigente ante el objetivo de derrumbar los sistemáticos ataques a la libertad sexual del cuerpo femenino, desgraciadamente de actualidad, sobre todo con la audible y emocionada dicción del verso, que parece desencapsulado de toda métrica.
La música es otro elemento de la riqueza expresiva de la deslumbrante función, con un papel liberador y a la vez inquietante, en la que el magnífico tenor y actor Antonio Comas marca la tensión del drama, además de lucirse en su interpretación de los monarcas italiano y español.
Complementa la espléndida escenografía que firma Max Glaenzel, con una gran mesa rectangular vestida con faldas que gira sobre sí misma, y un precioso complemento de techo sobre ella, a modo de lámpara, donde los insuperables juegos de luces crean ambientes sobrecogedores y enigmáticos contrastes en las criptas, además de acoger a los personajes al límite psíquico, o en pleno juego de seducción y posterior lamento.
La gran estructura sirve, también, al final de la obra, como centro donde el elenco, ellos vestidos elegantemente de negro, y ellas de blanco o negro dependiendo de la escena, se une conceptualmente en su entorno como estatuas desafiantes hacia el público, cuestionando con los ojos los abusos indiscriminados hacia más de la mitad de la población.
Las notas de ‘Gira, el mundo gira’ de Il Volo ponen el broche final de manera metafórica -«en las calles en la gente, corazones que se encuentran, corazones que se pierden, alegrías y dolores de la gente como yo»-, que hicieron que tras 120 minutos de espectáculo, el público respondiera en la calurosa noche de sábado con varios minutos de ovación. Los artistas tuvieran que salir a saludar varias veces para agradecer la acogida.
«El burlador de Sevilla» podrá verse en el Teatro de la Comedia de Madrid entre el 30 de septiembre y el 13 de noviembre.