Es la oración más famosa del judaísmo: tres veces al día la siguen rezando los devotos hijos de Abraham. Jesús de Nazaret también la conocía y también la rezaba. De hecho, le sirvió para expresar su particular resumen de los mandamientos. Este domingo escucharemos esta oración en nuestras asambleas creyentes.
Con esta plegaria se resume de forma orante la fe fundamental del pueblo judío.
“Escucha, Israel”: el primer mandato es la llamada a escuchar. Israel es el pueblo de la palabra, a diferencia de los cananeos y otros pueblos limítrofes, que eran más pueblos de la mirada, de la visión. La palabra “ídolo” viene, precisamente, del verbo “ver”. Para los judíos, la palabra respeta mejor el misterio de Dios que la imagen: esta siempre aparecerá como un intento de limitar a Dios y de tenerlo a nuestro alcance, de disponer de él. Por eso, el segundo mandamiento del Decálogo manda no hacer ninguna imagen de Dios ni adorarla.
Escuchar es obedecer, es decir, “oír desde abajo”, considerar la palabra del Otro como configuradora de mi propia existencia: esa es la religiosidad del israelita, que se fía de Dios y se esfuerza por andar por sus caminos.
El sujeto de la escucha debe ser “Israel”, es decir, el pueblo. Nada de una religiosidad individualista construida sobre devociones personales. Dios ha elegido al pueblo, y el individuo forma parte de esta elección en tanto en cuanto esté unido al pueblo: la religiosidad es un misterio de pertenencia. ¡Qué lejos de muchas formas cristianas de vivir la fe! Incluso, en las formas de celebrar la Eucaristía.
Oír y entrar, obediencia y pertenencia: ahí están las dos primeras claves de la religiosidad hebrea.
“Yahvé, nuestro Dios; Yahvé (es) uno”. Esto es lo que el israelita debe escuchar y creer. Estamos, tal vez, ante el mejor resumen de la fe del Antiguo Testamento. Dos frases, sin verbo, muy bien construidas. La primera –“Yahvé, nuestro Dios”– sirve para recordar quién es el Dios a quien se invoca: es el nombre propio del Dios hebreo, del mismo modo que Marduk es el dios de Babilonia, Ba’al, el de los cananeos o Kamosh, el de los moabitas. Es la primera experiencia de Israel: el Dios Yahvé se ha vinculado a este pueblo, a los hijos de los patriarcas. La segunda frase repite el nombre propio de Dios y hace la afirmación fundamental: su unicidad. Yahvé no es solo el Dios de Israel: es el único. Es la más intensa afirmación de monoteísmo en toda la Biblia. No hay otro Dios fuera del de Israel. Esto es lo que fue descubriendo el pueblo a lo largo de su historia, gracias a la intervención de los profetas: elección y monoteísmo. Primero, el rostro, el nombre, la alianza; después, su carácter absoluto.
Esta es la confesión de fe de los israelitas. Surge, entonces, la admiración más grande: ¿Por qué el Dios de todos, el único, ha elegido a esta porción de humanidad, a este pequeño pueblo que habita un rincón de la historia?
Después de la confesión de fe llega el mandato, las consecuencias: “Amarás a Yahvé, tu Dios…”. De nuevo, la pertenencia –“tu Dios”–. Amar a Dios es la gran tarea de la vida, la clave de la moral del hombre religioso. Quien dice que el Antiguo Testamento es legalista y superficial es que no lo ha leído. La clave de la religión hebrea es el amor.
Un amor total. La palabra “todo” aparece en las tres expresiones adverbiales que califican el amor: “Con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas”. El que sean tres expresiones también es signo de totalidad: Dios es el “tres veces santo”, como tres veces negó Pedro a Jesús… Si Yahvé es único, el amor hacia él debe ser total. La fe configura la vida.
Solo cuando se ama a Dios, el único absoluto, de forma total, los otros amores encuentran su sitio y son fecundos.
Mucho nos queda por aprender de los textos antiguos de Israel: seguiremos a la escucha… para aprender a amar.