Actualmente, las mujeres vivimos un momento álgido de visibilidad que no tiene retorno. Tanto es así que las sucesivas manifestaciones en la calle de los últimos meses, la mayoría por la publicación de sentencias de casos relacionados con abusos sexistas, como la de La Manada, o porque carecen de perspectiva de género, como la de Juana Rivas, están cambiando el fiel de la balanza social, históricamente inclinado hacia la potestad masculina y en perjuicio de las mujeres.
Años de feminismo han servido para algo y por primera vez en décadas se está dejando sentir cada día más un sentimiento de resarcimiento hacia más de la mitad de la población, a pesar de aquellos resistentes que, desconcertados, reaccionan como unos resortes cada vez (quiero pensar) con más sordina.
Los ataques a las mujeres desde distintos ámbitos ya se ven de manera crítica y como un problema público y estructural, que ha de ser combatido con acciones políticas desde disciplinas como la judicial, o la cultural, pero, sobre todo, de la educativa.
Este cambio ha llegado por la lucha conjunta de las mujeres y su unión a nivel planetario, con nombres propios como #me too, #Si las mujeres paramos se para el mundo y, en España, #No es no. Pero si no hay un sí, también es no.
Estos movimientos, convertidos en virales gracias a las redes sociales, han puesto en el centro del debate la verdadera dimensión de los acosos y abusos sexuales hacia las mujeres en todo el mundo, decenas de ellos registrados en acontecimientos y grandes aglomeraciones `-por aquel principio machitrol de que el cuerpo de una mujer en la calle es de todos los hombres-.
Tocamientos e intimidaciones hasta ahora impunes, que, gracias a las protestas feministas de los últimos años y a la denuncia de la joven que fue violada en las fiestas de San Fermín hace dos años por los cinco infames de La Manada, han empezado a criminalizarse.
Y para vergüenza de una sociedad democrática, activistas e instituciones (cómo les gusta a nuestros administradores ser políticamente correctos) han puesto en marcha campañas informativas y asistenciales contra el acoso a las mujeres y homosexuales por parte de hombres en las fiestas de muchas ciudades españoles, como es el caso de Ciudad Real.
Aquí, los puntos violetas se llaman puntos Dulcineas y se han instalado en lugares de alta concentración de personas en las fiestas de la Pandorga (en el Torreón), y en la zurra (en el recinto ferial), mientras que en la feria, la iniciativa se desarrollará en el Baile del Vermú y a la entrada del ferial.
Son una veintena de voluntarios los que están velando por la seguridad de las mujeres en estas manifestaciones populares, para poder responder en casos de agresiones sexistas, que, a pesar de las condenas mediáticas y los anuncios de medidas disuasorias, no cesan en los pueblos y ciudades de España.
Llaman la atención los últimos casos en fiestas ocurridos en Tudela (Navarra) y Binaced (Huesca), el primero con una menor que fue toqueteada por varios chicos, y el segundo, con una chica de 17 años, que al retirarse de su grupo para orinar fue violada por otro joven.
¿En serio una mujer no puede ir sola por la calle sin que se sienta amenazada (sobre todo de noche)? ¿Los hombres no pueden entender que mostrarse cariñosa o bailar de manera desinhibida en una fiesta no significa que quiera tener relaciones íntimas con ellos? ¿O que no es ninguna provocación vestir con ropa ajustada?
Es lamentable que tengan que desplegarse campañas informativas para que las chicas (otra vez recae la carga de la prueba sobre las mujeres) aprendan a decir un NO palmario, mientras que los hombres siguen estando callados y sin sumarse a la lucha contra esta lacra del acoso callejero.