El cristianismo predica la transformación del mundo según la justicia del Evangelio, según el amor de Dios que nos exige el amor al prójimo y el perdón hacia todos los enemigos. Y el cristianismo predica también la llegada inminente de un Reino que nos desborda, la presencia inminente de Cristo glorificado que transformará este mundo en “un nuevo cielo y una nueva tierra”. ¿Cómo mantener el equilibrio entre ambas dimensiones?
En la misma predicación y en la vida de Jesús de Nazaret se da esta paradoja. Algunos estudiosos subrayan que Jesús era, ante todo, un maestro de moral: su mensaje se reduce al amor, la bondad sería la clave de su propuesta. Otros, en cambio, lo ven más como un profeta del fin de los tiempos: la apariencia de este mundo se acaba y llega el Reino de Dios con toda su fuerza.
Existen textos en el Nuevo Testamento para defender ambas posturas. ¿No será porque ambas son verdaderas, porque es necesario mantener el equilibrio en el misterio del Reino?
Desde los comienzos de la Iglesia, ha habido épocas en que se ha privilegiado la moral como clave del cristianismo y otras, en cambio, han tenido un marcado carácter apocalíptico. ¿En qué época estamos ahora? Normalmente, depende mucho de cómo vayan las cosas en la sociedad: si se multiplica la violencia, si la mentira reina entre los poderosos, si la fe es perseguida, la dimensión apocalíptica aparece de una forma más acentuada. Si la Iglesia vive momentos de paz, si la sociedad está en orden y reinan la armonía y los valores más humanos, se suele insistir en la dimensión moral; en estos momentos, parece que tuviéramos menos prisa porque llegara el fin del mundo.
Pero, ¿qué dice el Señor, el Maestro de nuestra fe, el Dueño de los tiempos?
Comenzamos este domingo el tiempo de Adviento. La pedagogía de la Iglesia nos invita en estos meses a mirar al futuro, a recordar la radical dimensión de esperanza que tiene nuestra fe. El cristiano no es solo aquel que está llamado a construir una sociedad justa, a cambiar el presente con sus fuerzas y la lejana y escondida ayuda de Dios. El cristiano es también aquel que está, ante todo, esperando al Señor.
En tiempos de Noé la gente vivía como si nada fuera a pasar: comía, bebía, se casaba… Jesús no dice que todo estaba mal y solo reinaba el pecado: la gente vivía su vida, sin más. Pero llegó, imprevisto, el diluvio. Es lo mismo que sucederá cuando venga el Hijo del hombre, dice el mismo Jesús.
Parece que el futuro del Reino no será solo fruto de nuestros esfuerzos por mejorar el mundo, sino irrupción de Dios, sorpresa. Por tanto, la espirtualidad cristiana tiene que ver con el “estar preparados” para esta llegada. El Señor nos quiere encontrar trabajando por el bien y aguardando su llegada, atisbando el horizonte de los tiempos para acoger al que nos ama y todo lo hará nuevo en nombre del amor de Dios.
La vida de cada hombre, en el fondo, se queda sin terminar cuando le sobreviene la muerte. Algo parecido sucederá con la historia del mundo: la meta se adelantará al camino por amor. Importa mucho, por tanto, mirar al que viene en todo aquello que hacemos, en nuestras alegrías y sufrimientos. Él no solo nos ayuda en nuestros trabajos, sino que llega para acabarlos y renovarlos según Dios.
No podemos estar tan afanados en nuestros trabajos, aunque sean religiosos, y olvidar la clave de nuestra fe: esperar al Amigo. Dios no solo conduce esta historia, en el presente, desde arriba: él está llegando, desde abajo, en el futuro.