En el caso de la célebre batalla, dada en el lugar del viejo Alarcos (que la historia árabe recoge bajo el nombre de: “ma’rakat al-Arak”), librada entorno al célebre cerro a cuyos pies discurre el Guadiana, a 8 km. de Ciudad Real. Fue el día 19 de julio de 1195, entre las tropas de Alfonso VIII de Castilla y las almohades de Abū Ya’qūb Yūsuf al-Mansūr (Yusuf II), saldándose para las tropas cristianas con una estrepitosa derrota, la cual desmoronó por completo el reino de Castilla, frenando la Reconquista ya iniciada. La causa comprobada fue la propia impaciencia del rey Alfonso VIII, que no esperó la llegada al sitio del encuentro acordado de Alarcos, de los refuerzos de Alfonso IX de León, ni los de Sancho VII de Navarra, que estaban ya de camino.
En los antecedentes de este terrible encuentro bélico, de enorme importancia en la historia de España, el rey Alfonso VIII dio ocasión al emir almohade a batirse en tierra de Castilla. El emir dijo a Alfonso en un mensaje “…Estas son las palabras que ha pronunciado Alá el Todopoderoso: Me lanzaré sobre ellos, les convertiré en polvo sirviéndome de ejércitos que no han visto nunca y de cuya fuerza no podrán librarse…” El emir había llegado a Sevilla, donde logró reunir un ejército de 30.000 hombres, entre caballería y peones. Recordamos, que, esta ciudad fortaleza de Alarcos era el extremo de las posesiones de Castilla formando frontera con al-Ándalus.
El rey de Castilla mientras tanto reunió sus fuerzas, exhortando a los reyes de Aragón y de Navarra, que deponiendo sus antiguas rivalidades vinieran a auxiliarle con sus huestes y a salvar la causa del cristianismo. Ambos respondieron favorablemente a los mensajes, pero conociendo la lentitud de ambos, resolvió esperar también la bravura y empuje de la flor de la nobleza castellana y de las órdenes de Calatrava y del Temple.
En 13 de julio hallábase el ejército africano a cuatro leguas de Alarcos. El 15 de julio el emir levantó el campo y se puso en marcha para encontrar al ejército cristiano. Los andaluces mandados por Ben-Semanid, en la vanguardia; los almohades y las tropas regulares en el centro, al mando de Abu-Yahi, visir y generalísimo del ejército. El emir, con la guardia negra y blanca, con lo más selecto de las tropas africanas, en retaguardia.
El 19 por la mañana dieron vista al ejército cristiano. El emir, hizo correr la voz de que aquella noche había visto en sueños abrirse las puertas del cielo, salir un guerrero cabalgando en un caballo blanco, llevando en la mano una bandera verde de tamaño colosal, significando este sueño, ser voluntad de Dios que aquel día alcanzasen los muslimes una victoria completa.
El ejército cristiano a las órdenes de Alfonso VIII, se había formado en formación de batalla y posición ventajosa entre Córdoba y Ciudad Real (sic). Cuando la batalla andaba trabada contra los cristianos, viéndose ya perdidos comenzaron a huir y acogerse al collado en que estaba el rey Alfonso buscando su amparo. Entonces volvieron bridas y tornaron sobre sus pasos, huyendo desordenadamente hacia donde podían. (Datos extraídos de varios manuscritos y memorias arábigas de historia de la dominación de los árabes en España). Los cristianos disponían de dos Regimientos de Caballería: en primera línea estaba la caballería pesada (de unos 10.000 hombres) al mando de Don Diego López de Haro y sus tropas, seguida después de la segunda línea, donde se encontraba el propio Alfonso VIII con su Caballería e Infantería.
A los pocos supervivientes de la batalla, entre ellos López de Haro, se les permitió marchar y se retuvieron 12 caballeros como rehenes para el pago del rescate acordado, pero al no efectuar la entrega del dicho rescate, fueron decapitados. Entre los castellanos que murieron en la batalla, se hallaban los obispos de Ávila, Segovia y Sigüenza, y Ordoño García de Roda. Pedro Ruiz de Guzmán y Rodrigo Sánchez; así como los maestres de la Orden de Santiago, Sancho Fernández de Lemus, como de la portuguesa Orden de Évora, Gonçalo Viegas.
Vicente Silió escribe que “las tropas árabes eran tan superiores como para inducir al monarca cristiano a rehusar la pelea», pero se hallaba Alfonso VIII en la plenitud de su vida, con el vigor de sus cuarenta años y no pensó en ningún instante retroceder ante el enemigo. Como consecuencia, los almohades se adueñaron de las tierras entonces controladas por la Orden de Calatrava y llegaron hasta las proximidades de Toledo, donde se refugiaron los combatientes cristianos que habían sobrevivido a la batalla. Esta cruel batalla desestabilizó al Reino de Castilla durante años. Sabemos de un dato inédito hasta hoy: tras el desastre de aquél día, enardecidos los musulmanes, mataron a los que poblaban Pozuelo de D. Gil, (hoy nuestro Ciudad Real) y también a los calatravos supervivientes de la batalla, refugiados en la fortaleza de Calatrava la Vieja.
En los dos años siguientes a la batalla, las tropas de Ya´cub Yusuf al-Mansur devastaron Extremadura, el valle del Tajo, La Mancha y toda el área cercana a Toledo. Aunque la diplomacia obtuvo una alianza con el rey Alfonso IX de León—que estaba enfurecido con el rey Alfonso VIII por no haberle esperado antes de la batalla de Alarcos—.En un golpe de mano de los caballeros calatravos, sólo el castillo de Salvatierra, cerca de Sierra Morena, pudo ser recuperado (1198). En los diecisiete años en los que la zona estuvo en poder almohade. Quedó como una posición aislada castellana en territorio almohade, hasta que fue tomado por éstos en 1211, un año anterior a la gran victoria de las Navas de Tolosa en 1212.
Los ciudarrealeños, tras la célebre batalla de Alarcos, y quedar desierto el sitio, heredaron la tradición de la romería en honor de la Virgen de Alarcos, que levantaron o reedificaron su ermita los de Pozuelo de D. Gil, prosiguiendo los de Villa-Real en memoria de su advocación.
*Miembro de Número de la Real Asociación Española de Cronistas Oficiales
