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Almadén a principios del siglo XX

Entibacion de la mina Minas de Almaden hacia 1900 AR scaled
Entibación de la mina Minas de Almadén hacia 1900 / AR
Ángel Hernández Sobrino / ALMADÉN
Al comienzo de la centuria del XIX, España era todavía un imperio, si bien en decadencia, pero a finales de dicha centuria se había convertido solamente en un pequeño Estado europeo. El año 1898 debe considerarse como una fecha bisagra, en la que España perdió sus últimas colonias y nació un nuevo país, cuyo proyecto nacional estaba por construir. España había vivido un siglo XIX convulso, con sucesos tan graves como la guerra de la Independencia, la emancipación de las colonias americanas, las guerras carlistas, la primera república y la pérdida de las últimas colonias de Filipinas y Cuba. Cuando empezaba la nueva centuria del XX, nuestra nación se enfrentaba a una necesaria regeneración interior, a la que un político de la época denominó “escuela y despensa”.

Los nuevos retos consistían en reformas sociales y económicas, inaplazables en una nación dominada todavía por la oligarquía y el caciquismo. En lo referente a educación, había que cuidar la formación del personal docente e invertir más dinero para dignificar los colegios y los salarios de los maestros. Mientras que en 1901 la tasa de alfabetización en Gran Bretaña era del 97% y en Francia del 83%, en España no superaba el 44% y, además, era mucho menor en el campo que en las ciudades. El nuevo Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, creado en 1900, extendió la escolarización obligatoria de los 9 a los 12 años y promulgó un plan de estudios cíclico e integrado, idéntico por primera vez para niños y niñas.

En cuanto al mundo del trabajo, en 1900 se implantaron las leyes de accidentes laborales y la de limitación de abusos en las tareas de las mujeres y los niños. Otras nuevas leyes se fueron promulgando en los siguientes años: en 1904, la del descanso dominical; en 1908, la del libre establecimiento de las pensiones obreras; y en 1909, la del derecho de huelga.

Las reformas económicas también eran imprescindibles, pues las guerras del XIX habían dejado exhausta a la Hacienda Pública, cuya deuda ingente obligaba a dedicar el 70% de los ingresos corrientes del Estado a la amortización del principal y los intereses. En 1900, el ministro de Hacienda, Raimundo Fernández Villaverde, comenzó un plan de estabilización para reducir la deuda del Estado, equilibrar el presupuesto nacional, contener los precios y reflotar el valor de la peseta. A este plan económico el matemático y dramaturgo José de Echegaray, premio Nobel de Literatura en 1904, le llamó “el santo temor al déficit”, es decir, el culto liberal al equilibrio presupuestario.

La situación de Almadén

Las minas de mercurio de Almadén, que dependían directamente de la Dirección General de Contribuciones, Impuestos y Rentas del Ministerio de Hacienda, padecieron de manera directa la nueva política económica restrictiva. El 27 de febrero de 1904, el ingeniero Rafael Souvirón, director interino de las minas de Almadén, reflejaba muy bien en un informe elevado a la superioridad la situación que se planteaba: “En la organización actual del establecimiento minero de Almadén domina un antagonismo latente entre la Hacienda, defendiendo lo que entiende ser de su interés, y la mayor parte de los obreros, quienes considerándose mal retribuidos, escatiman buena voluntad y energías en el desempeño de su cometido. Al mismo tiempo, la Hacienda, exagerando los beneficios del pingüe negocio que la Naturaleza le ha ofrecido, se muestra avara a conceder los recursos necesarios para colocar al establecimiento minero en la situación en que por sus condiciones tiene derecho, dándose el caso de estar proporcionando constantes y desusados ingresos sin que en más de treinta años haya sido posible renovar la anticuada instalación, que en su conjunto se encuentra ya al extremo límite de su potencia y vitalidad, sin que en tan largo período haya pasado del 20% del valor producido lo destinado a los gastos ordinarios y más imprescindibles, habiéndose llegado a una situación anómala y excepcional”.

Dos años después, la situación continuaba igual o peor, como indicó el capataz facultativo, Desiderio Marín, quien en la dedicatoria de su libro a sus paisanos lamentaba lo abandonados que estaban los mineros de Almadén de los poderes públicos. Cuando escribió el citado libro, Desiderio Marín llevaba ya veintisiete años trabajando en la mina, pues había comenzado su vida laboral a los 10 años y por entonces tenía ya 37, habiendo contemplado en primera fila la progresiva decadencia del establecimiento minero. Desiderio Marín no buscaba ningún interés particular con su libro, sino dar a conocer a todo el mundo “… lo que han sido las minas y el pueblo de Almadén, lo que son en la actualidad y lo que pueden llegar a ser si hay unión entre todos nosotros y protección de los gobiernos”.

Las crónicas periodísticas

La nefasta situación de Almadén era ya conocida en algunos círculos madrileños a finales del XIX, pero el Estado que era el propietario de la mina, procuraba que se hablara lo menos posible del asunto. Entretanto, la comercialización del mercurio seguía en manos de los Rothschild, quienes a cambio de obtener ingentes beneficios, mantenían importantes empréstitos con nuestra depauperada Hacienda Pública. A comienzos del XX, la situación cambió con rapidez cuando fuertes denuncias fueron llevadas a cabo por diversos periodistas y escritores que visitaron Almadén. Uno de ellos fue Joaquín Dicenta, un periodista, poeta y dramaturgo que aspiraba a una profunda regeneración espiritual y material del hombre y la sociedad en España. A finales de 1902 quiso contar cómo vivían los mineros españoles y para ello se trasladó en las navidades de dicho año a Linares, donde conoció las míseras condiciones de vida de los que trabajaban en sus minas de plomo. A comienzos del otoño de 1903 repitió la experiencia en Almadén, publicando un artículo en el que con un lenguaje vibrante reflejaba sus anhelos de justicia social y reivindicaba a los desdichados mineros del azogue, artículo del que entresaco algunos párrafos: “¡El minero!.. ¡La mina!… Almadén entero se halla comprendido en estas dos palabras. Las calles que lo cruzan, los edificios que lo forman, los campos verdes que lo limitan, el cielo azul que lo endosela y el sol meridional que lo vivifica y embellece se borran ante esas dos imágenes, ante esas dos representaciones, egoísta y bárbara la una, enfermiza y miserable la otra… Al fin de enriquecerse, de meter en las arcas del Tesoro Público unos cuantos millones, el Estado español explota inicuamente al minero, más inicuamente aún que las empresas particulares. Tres pesetas gana cuando más el minero almadenense el día que trabaja, y solo puede trabajar ocho días al mes si ha de servir unos cuantos años. Como bajase diariamente al fondo, quedaría inútil a las exigencias de la faena y útil a los gusanos del cementerio en un par de semanas. A cambio de estos setenta y cinco céntimos diarios, el minero baja a profundidades de doscientos, de trescientos, de cuatrocientos metros; arriesga minuto a minuto su vida desde que pone el pie en la jaula hasta que lo pone en la galería; desde que comienza a andar por esta, hasta que comienza a subir por la escala de mano; desde que principia a meter la piqueta en el mineral, hasta que termina de cargar el barreno; desde que el barreno estalla a espaldas suyas con brutal estampido, hasta que el sol vuelve a herir sus ojos en la superficie de la tierra. Pero si como patrono el Estado es criminal, como administrador es imbécil. La mina de Almadén, en cuyos criaderos varían los espesores de mineral de cuatro a diez metros, es la más rica, la única verdaderamente rica entre las de su clase. Esta abundancia de azogue, facilitando la producción, hace que cada frasco de mercurio, incluyendo todos los gastos, cueste cuarenta y cinco pesetas: el Estado los vende a trescientas; pero solo produce al año treinta mil frascos; no porque no pueda producir más, sino porque a Rothschild le conviene que no produzca más…

En conclusión

A pesar de conocer los peligros que conllevaban los trabajos en el interior de la mina y en los hornos de mercurio, los operarios intentaban alargar cuanto podían su vida laboral, pues si se retiraban, las pensiones eran míseras. Al minero de Almadén, después de dar 3.500 jornales en las labores subterráneas a lo largo de 40 años de servicio, le correspondía una pensión diaria de 0,76 pesetas en el año 1906, limosna con la que había de subsistir toda la familia. El director del establecimiento minero, en un rasgo de caridad, venía admitiendo en los trabajos exteriores a aquellos operarios retirados que todavía podían ser útiles, por lo que cobraban un jornal de 1,50 pesetas. En cambio, como nos indica el ya citado Desiderio Marín, otros no tenían tanta suerte y en las calles de Almadén había “… muchos mineros, llenos de vigor y energía en otro tiempo, que se encuentran hoy sin dentadura, sin brillo en los ojos, convulsos y mutilados,…”

Años atrás era costumbre que a los obreros incapacitados para el trabajo en el interior de la mina se les destinase a la conservación de caminos, paseos y alamedas de Almadén y su entorno, pero al comienzo del siglo XX, según informe del año 1921 de D. Rafael Souvirón, ingeniero director de la mina, “… esta costumbre ha sido abolida, con desprestigio de la obligación moral que toda entidad adquiere de contribuir al bienestar general en proporción de los recursos que le suministra el país en que establece su industria y de las relaciones de mutua consideración que deben ligar a los explotadores de esta con los habitantes de aquel.”

Lo cierto es que unos con estilo más mesurado y otros de forma más radical, todos los que se interesaron por el estado de Almadén y sus minas de mercurio en esta época se hallaban de acuerdo en que las condiciones laborales de sus operarios eran infames: salarios y pensiones de miseria, riesgo constante de accidentes y una más que segura enfermedad provocada por el vapor de mercurio o por el polvo de sílice o por ambos a la vez. De nada valieron en aquellos años ni los informes de los técnicos ni las denuncias de algunos periodistas ni, mucho menos, las protestas de los representantes de los obreros, quienes en represalia fueron despedidos. La Hacienda Pública continuaba a lo suyo, produciendo solo el mercurio que los Rothschild exigían, para comercializarlo después desde Londres con pingües beneficios.
Mientras tanto, el periodista Virgilio Colchero describía así el Almadén de 1904: “A todas horas del día y de la noche, un hampa triste vaga por las calles, se recuesta en las esquinas, forma grupos en las plazas; son los mineros

de Almadén, quienes algunas veces cantan, y sus canciones recuerdan al gaitero del poeta, quien, entre soplar y soplar, lloraba…”

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