Separados por más de mil años y por una distancia geográfica de algo más de treinta kilómetros, Samuel y Andrés tuvieron experiencias muy parecidas.
También son diferentes por su edad: Samuel es un niño y Andrés es un adulto, como su mismo nombre griego indica, «varón». Las épocas de ambos son muy diferentes: Samuel vive en las colinas de Efraím, en el santuario del arca de Dios, en una época en que el pueblo de Israel está sin constituir y la palabra de Dios es escasa. Andrés se ha dirigido al desierto, en una época convulsa y llena de expectativas, donde sobreabundan los predicadores y surgen libertadores numerosos; el pueblo vive una etapa de sometimiento al dominio de Roma, con unos gobernantes que están lejos de las personas, muy preocupados por no perder su pequeña cota de poder bajo el yugo del Imperio.
Samuel duerme y, entre sueños, una voz le visita varias veces. Andrés está despierto en una calurosa tarde del desierto, sobre las cuatro de la tarde. A ambos les llega una llamada que va a cambiar su camino.
Samuel y Andrés necesitaron un mediador, alguien que les ayudó a discernir la llamada como palabra de Dios para sus vidas. El sacerdote Elí, del templo de Siló, iluminó a Samuel y le hizo distinguir la voz de Dios. Juan Bautista, el profeta del desierto, indicará a Andrés dónde puede encontrar un Maestro definitivo: el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
Samuel, llamado desde niño por la palabra de Dios, se convertirá en uno de los primeros profetas de Israel, que conducirá al pueblo desde la época tribal a los albores de la monarquía. Él será quien consagre a los primeros dos reyes de Israel: Saúl y David.
Andrés, buscador adulto de un camino de conversión en el desierto, se convertirá en uno de los primeros apóstoles del Evangelio, como discípulo fiel del hijo de David, llegado para inaugurar un reino nuevo de parte de Dios.
Samuel fue testigo del primer rey elegido por Dios de una forma definitiva: David; Andrés será testigo del último rey, el definitivo, el Mesías: Jesús de Nazaret. Ambos comparten el regalo de la vocación, ambos fueron llamados por Dios para participar en sus planes de salvación en favor del pueblo elegido.
Elegidos y responsables. No sabemos a cuántas personas ha llamado Dios a lo largo de la historia, no conocemos a aquellos que dijeron no a la palabra del Señor; pero sí sabemos que ha habido personas que han respondido: gracias a ellas Dios ha construido una historia de salvación muy humana, colaborando con nosotros para salvarnos a todos. Andrés y Samuel, en épocas lejanas y geografías cercanas, han sido dos ejemplos de vocación que ha dado fruto.
Ambos comparten una llamada gratuita y una respuesta valiente, ambos configuraron sus vidas desde la palabra de Dios pronunciada sobre su propia biografía. Ambos comparten también su actitud misionera, su capacidad de incorporar a otros a su propia llamada.
Samuel supo dar paso a los primeros reyes de Israel, él fue mediador del protagonismo de otros; gracias a su misión, muchas personas se incorporaron a la historia de la salvación del pueblo. También Andrés supo transmitir su propia experiencia y suscitar discípulos que, como él, siguieron al Cordero; desde el principio, invitó a su hermano Simón, que se convertirá en el primero de los apóstoles.
Samuel y Andrés, no solo responden, sino que hacen posible la respuesta de otros, ayudan a dar protagonismo a distintas personas en la tarea misionera del pueblo de Dios.
¿Cuál es hoy el rostro que toman Samuel y Andrés? ¿Sigue habiendo personas que se dejan interpelar por la Palabra y se atreven a responder de forma valiente y sostenida? En la frescura de la niñez, en las búsquedas de la juventud o en los caminos de la madurez; en el templo o en el desierto: ¿cuáles son los nombres de los profetas y discípulos que hoy siguen respondiendo?
¿Son ellos, también, transmisores de entusiasmo para que otros se dejen interpelar? ¿Brotan a su alrededor figuras creyentes que se ponen a disposición del Reino de Dios?
No faltarán voces en la noche y dedos en el desierto para que muchos otros, como Andrés y Samuel, sigan surgiendo entre nosotros.