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29 abril 2024
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La sabiduría ancestral de las mujeres

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Feministas de Pueblo / CIUDAD REAL
Sin embargo, con el paso del tiempo y conforme las circunstancias sociales y económicas determinaban las necesidades laborales masculinas (épocas de crisis), muchos gremios establecieron cláusulas para impedir que las mujeres pudieran presentarse a las pruebas para obtener el reconocimiento de oficialas o maestras en su arte. Ello determinó la prohibición de abrir sus propios talleres o contratar trabajadores

¿En qué consiste la sabiduría ancestral de las mujeres? ¿En qué han sido expertas durante siglos? ¿Cómo se han transmitido sus conocimientos? Estas son las preguntas que la asociación Feministas de pueblo ha querido contestar a lo largo de este mes de enero teniendo como referencia el territorio de Castilla-La Mancha. A través de las redes sociales hemos ido publicando infografías y pequeños estudios monográficos para recordar esos saberes y oficios que, tradicionalmente desempeñados por mujeres, reclaman un reconocimiento.

Aparadoras, encajeras, mondongueras, cantareras, hilanderas, parteras y curanderas, cesteras, costureras, alfareras, las mujeres de nuestros pueblos no han dejado nunca de ser protagonistas imprescindibles de la actividad productiva y reproductiva cotidiana. Estos trabajos requerían a menudo una alta especialización, una formación cualificada que no se aprendía en escuelas o universidades, sino que normalmente se transmitía de madres a hijas, de abuelas a nietas, y a veces, de maestras a discípulas en talleres familiares. A través de la palabra oral, la imitación y la práctica, eficacísimos métodos de enseñanza, las mujeres han aprendido durante siglos a tejer tapices y encajes, a bordar sábanas y mantelerías, a fabricar cántaros y cestas, a aparar calzado, a diseñar y coser trajes, a preparar y aliñar la matanza, a encurtir berenjenas, a traer a la vida y a curar a los seres humanos de toda edad y condición. Y todo ello sin dejar de cumplir las exigencias y responsabilidades de cuidado y mantenimiento del hogar asociadas a los roles que como mujeres la sociedad les había asignado. Doble trabajo, pues: remunerado el que se realizaba en el espacio público (aunque siempre recibiendo un salario inferior al de los hombres), gratuito y generoso el desempeñado en el espacio privado.

Aunque la Historia con mayúsculas no las ha tenido en cuenta, o solo de manera tangencial, la intrahistoria de algunos pueblos sí recuerda los oficios de estas mujeres en calles y plazas. Por ejemplo, en Castilla-La Mancha tenemos la calle Encajeras en Almagro; la calle Aparadoras en Almansa; la de las Tejedoras en Albacete; la calle de las Costureras en La Solana, y hasta una dedicada a las Santas alfareras, en Puente del Arzobispo. A nadie se le ha ocurrido, en cambio, recordar en el callejero el oficio de las parteras, las curanderas o las mondongueras. Si en el caso de estas últimas no sorprende, sí llama la atención que las otras no aparezcan homenajeadas, incluso con sus nombres y apellidos, dado el importante trabajo que desempeñaban. Y la única explicación que se nos ocurre es que, si bien las gentes de los pueblos las conocían y estimaban por su experiencia y eficacia en partos y curaciones, las autoridades, en cambio, tanto académicas como gubernativas, las persiguieron y acusaron de brujería y muchas de ellas se vieron obligadas a ocultar sus saberes si no querían terminar en la cárcel o en la hoguera.
Hay que recordar que hubo un tiempo, allá por la Edad Media, en que las mujeres podían formar parte de los gremios, que eran mixtos. Sin embargo, con el paso del tiempo y conforme las circunstancias sociales y económicas determinaban las necesidades laborales masculinas (épocas de crisis), muchos gremios establecieron cláusulas para impedir que las mujeres pudieran presentarse a las pruebas para obtener el reconocimiento de oficialas o maestras en su arte. Ello determinó la prohibición de abrir sus propios talleres o contratar trabajadores. Pero las mujeres no dejaron de trabajar y enseñar a otras: lo hacían en talleres familiares y en sus casas, pues de sus ingresos dependía una parte importante del sostenimiento de la casa.

Las mujeres siempre han estado en el sistema productivo, siempre, aunque su trabajo, por más especializado que fuera, por más cualificación que exigiera, invariablemente ha estado mal pagado y poco reconocido, ya fuera porque no aparecían en los censos correspondientes, ya fuera porque no se les permitía adherirse a los gremios, o ya porque no tuvieran facilidades para sindicarse. A esto se une el hecho de que, en los últimos treinta años, con los procesos de globalización o el descubrimiento de nuevos materiales, gran parte de la producción artesanal se ha visto seriamente perjudicada, hasta el punto de casi desaparecer. Es lo que ha pasado, por ejemplo, con las cantareras de Mota del Cuervo, un oficio que se ha visto reducido casi a la nada como consecuencia de la aparición del plástico; o las encajeras de Almagro, cuyas primorosas labores han sido sustituidas por tejidos sintéticos; o, más recientemente, las aparadoras de calzado de Fuensalida, Portillo de Toledo o Almansa, casi desaparecidas desde el momento en que el grueso de la industria se ha deslocalizado y es en China donde se fabrica la mayor parte del calzado que nos ponemos.

Por todo lo dicho, las Feministas de pueblo hemos querido aportar nuestro granito de arena y rellenar los huecos de la memoria, que es la madre de la Historia, con el fin de que la sabiduría ancestral de las mujeres sea conocida, recordada y valorada en su justa medida.

Estamos sentadas sobre hombros de gigantas: gracias a ellas podemos mirar a lo lejos.

 

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