No deseo sino invitarles a ganar en sensibilidad manchega, invitarles a disfrutar del paisaje, del horizonte en comunión permanente de celajes y tierras de esta llanura mesetaria, de los disfraces en que es capaz de embozarse en las variadas circunstancias temporales y estacionales. Quiero, necesito ofrecerles la posibilidad de una experiencia sin duda enriquecedora, seguro. Que dediquen unos segundos de contemplación a cada una de las obras que Teo Serna exhibe hasta el 17 de marzo en el Museo Municipal de Alcázar de San Juan.
Son pasteles. Esa técnica artística que, considerada menor, es, no obstante —en propias palabras del poeta y artista plástico— “la más sutil, sensible de las técnicas pictóricas”. El pastel, tierra y color, el pastel, técnica seca de aplicación sobre papel neutro, expresión de abocetamiento, rápido en resultados, a medio camino entre la pintura y el dibujo. Pero el de Serna, el de Teo, es una técnica personalizada: el papel no es siempre neutro, y el apunte se convierte en confirmación concisa aunque lábil, en presencia enigmática, casi de pura visualidad. De esta manera, ha venido el versátil creador a sacarle a La Mancha, no ya los colores, sino su comezón de vidrio, su lastre antimatérico, que ha sido lo normal al tratar su paisaje, o al tratar su paisaje con la técnica del pastel. A lo mejor la base blanca del papel soporte, ha hecho mucho en este sentido, pero lo que sobre todo ha hecho, es certificar la firme voluntad del Teo de generar unas nuevas impresiones del motivo, sus impresiones quizás.
Entre la abstracción y la figuración, justo donde el movimiento de lo que no parece moverse se difumina en la idea de lo eterno, justo allí, se hace el momento eterno, en el que las pinturas de pastel confraternizan la fugacidad las cosas.
Distingamos para verlo tres elementos tan imprescindibles como constitutivos en la obra: los cielos así retratados, que son propiamente los celajes, ingravidez de los cuerpos que vuelan. La tierra, condenada al fiasco de la gravedad, cuerpo que pesa en su inusitada casi inmovilidad. El horizonte, línea del roce preciso, espacio de la comunión entre lo grave y lo ingrávido. Y en ellos tres, acaso, la gran parte del secreto del nuevo aire manchego, de la nueva experiencia manchega. Porque los cielos pueden ser etéreos fragmentos de lirismo abstracto, una expresión “kandisinkiana”. La tierra un grueso matiz que, en su planitud, se cubre de breves signos de carne austera y fiero contraste con el arriba. Desea ella servir a la cristalización de matéricos accesos del ruralismo, pero la tierra se ha quitado tierra y se ha espejado, como si fuese ella la que tuviese que soportar el peso del cielo. El horizonte, casi siempre bajo, es una comunión, sí, pero una comunión en la que a la postre, se manifiestan, las formas que, venidas de la tierra, quieren, desean volar, levantarse: un puente, un poste, un árbol, una casa, un paseante, un relámpago, un enjalbegado en su fulgor…
A esto bien podría llamarse misticismo del papel blanco en seco, misticismo del terruño que viene a hacerse “velamiento” espiritual, temblor “desperfilado”, desvanecimiento de límite, con pretensiones de acuosa, de casi vítrea configuración del nuevo mito de lo manchego, en contraste con los mitos pictóricos de casi siempre (el llano polvoriento y pesado, lo matérico, el cielo etéreo, lejano, desasosegante también, la austeridad, la planitud, la humildad soporífera de los elementos), aquel que se desvelara ya en la pinturas de Beruete y que explotase en poética agonía el martillador de conciencias, Unamuno, en sus descripciones, por no decir las barojianas y azorinescas. Ahora Teo nos presenta un paisaje vibrátil, aparente, movido, evanescente, casi irreal con aspiraciones místicas de levitación, una Mancha sin peso.
Lo que tiene su estima. Porque nunca ha sido Serna hijo pródigo de la tierra, y ahora lo es. Nunca se ciñó a lo manchego tanto. Pero está claro que la sinergia poética se le ha enfangado en esos horizontes donde sin duda ha creído ver la manifestación, no sé si de la sensibilidad, o de la eternidad, o del sueño.
A lo mejor, para empezar a querernos como manchegos, reales manchegos, fuera esta una grata experiencia; tendríamos que empezar también por visitar y contemplar las pinturas del nuevo mito, que cuelgan ahora en la Capilla del Museo Municipal de Alcázar de San Juan. No lo sé, repito, pero me parece, si no un paso importante, sí al menos un paso imprescindible, necesario y motivador, un lo otro de nosotros mismos, o el paso que ya se ha dado. Grata enseñanza de que La Mancha también puede reinventarse.