«El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas». La relación entre la religión y la enfermedad se remonta a los orígenes de la humanidad. En muchos casos, esta relación llevaba a comprender la enfermedad como un castigo de los dioses ante la maldad del hombre; en otros casos, más abundantes, se trataba de buscar en Dios una ayuda en el sufrimiento.
Esta relación entre la religión y el sufrimiento, en la época moderna, ha entrado en crisis. Crisis existencial, en algunos casos: Dios no puede existir, porque no permitiría tanto dolor. En otros casos, es una tesis más de fondo teológico: las causas y las soluciones al sufrimiento humano deben buscarse aquí abajo, en el mundo de los hombres, Dios queda exculpado –y excluido– del dolor.
¿Qué piensa el Nuevo Testamento de esta crisis? ¿Cómo se debe afrontar la realidad del sufrimiento desde la fe en Jesús de Nazaret?
El sufrimiento humano será siempre un misterio cuyas claves últimas no podremos desentrañar. Es un misterio, mayor aún, el amor de Dios y su relación con la historia y con el hombre. Pero reconocer este misterio que nos desborda, el del hombre y el de Dios, no nos puede llevar a negar su relación. Una cosa que no se puede explicar no ha de ser excluida como problema para el hombre, como tema fundamental en el que estamos llamados a penetrar. Nunca tendremos la última palabra sobre el dolor humano, y menos aún tendremos la última palabra sobre el misterio de Dios; pero sí le podemos poner palabra y podemos buscar su sentido.
Poner palabra significa, en primer lugar, buscar su origen, sus causas. El dolor tiene que ver con la libertad del hombre y con nuestra condición de criaturas. El límite forma parte de nuestro ser y nos cuesta aceptarlo. Por otro lado, estamos unidos unos con otros en los caminos de la historia, para bien y para mal; existe una solidaridad profunda entre todos los seres humanos, y entre nosotros y las demás criaturas.
Poner palabra en el sufrimiento significa también comunicar el dolor: gemir, gritar, quejarnos, es una necesidad que parece aliviar el cuerpo. Nuestros miembros nos hablan a través del dolor y nosotros ponemos eco a ese grito para que llegue a los demás y nos ayuden a soportar los sufrimientos de la vida. Somos comunión y lo somos también al sufrir. Gracias a la palabra, el dolor se hace más soportable y es posible la comunicación y el amor, también en la prueba.
Poner palabra al sufrimiento significa también dirigir la mirada al cielo, buscar en Dios el alivio más profundo, la sanación definitiva. La necesidad rompe siempre el egoísmo y nos saca de toda autosuficiencia. Desde sus orígenes, el hombre ha rezado a Dios en medio del sufrimiento, ha pedido por el propio dolor y por el ajeno: nuestra compasión se abre a Aquel que es el origen de toda compasión, la fuente eterna de la misericordia.
Gracias a la palabra, que da nombre y sentido al dolor, que nos ayuda a entrar en comunión con los demás y con Dios, también buscamos la meta del dolor. No es suficiente con conocer su raíz e intentar sanarla: es fundamental buscar su dirección, su sentido, a dónde nos lleva, los frutos del dolor cuando nuestra libertad y nuestro amor lo acogen en su seno.
Jesús de Nazaret no vino solo a darnos un mensaje de salvación: con su cuerpo tocó nuestros cuerpos doloridos y los abrió a una nueva esperanza. Su amor se ha hecho carne y toca nuestra carne con su ternura: esto es el Reino, esta es la respuesta definitiva de Dios a los anhelos del hombre en todos los pueblos, a lo largo de toda la historia, en medio de tantos sufrimientos que nos han hermanado.
Seguirá habiendo sufrimiento, porque seguimos en camino; pero la salud y la salvación ya han sido sembradas en medio de la historia: Dios comparte nuestras heridas y las toca para convertirlas en fuente fecunda de compasión y de resurrección.