Sólo tiene 20 años y ya atesora experiencias como para escribir un relato plomizo. Es una de esas personas con una vida en tránsito, un emigrado de su Guinea-Conakri natal para salir no sólo de la violencia sostenida entre las etnias que rivalizan por el poder, sino de una cerrada y angustiosa estructura cultural, social y religiosa, que inexorablemente le habría marcado un camino en las antípodas de sus expectativas.
Lo peor fue que su familia se convirtió en la jaula de oro, y su padre, en el carcelero, al ejercer como principal defensor de las tradiciones y como organizador de las vidas de sus hijos.
Todo empezó en 2014, cuando Ibrahim Barry tenía 15 años y su progenitor, polígamo con cuatro mujeres y quince hijos, le concertó un matrimonio con una prima de 12 años. Por sus convicciones innatas, el joven se negó en rotundo a implicarse en un futuro que le abrumaba y rechazaba, una posición que marcó el inicio de un calvario de cinco años, en el que además de ser repudiado por su familia, fue víctima de secuestro y extorsión.
Hace nueve meses llegó a España en patera y tras pasar por Sevilla, recientemente ha recalado en Ciudad Real como refugiado, donde está siendo atendido por la ONG Movimiento por la Paz, y donde sigue con su inmersión cultural y con los trámites de solicitud de protección internacional, un proceso que puede alargarse durante años.
Su testimonio ilustra la situación que viven millones de desplazados y emigrados, coincidiendo este jueves con el Día Mundial del Refugiado, un ámbito en el que Ciudad Real destaca por su activismo, como ciudad acogedora, y donde hay 250 personas atendidas.
El periplo del joven Barry siempre ha estado acompañado por su experiencia laboral con el aluminio, un oficio que aprendió con denuedo y que fue remedo de salvación de lo que después sería un viaje turbulento hacia destinos insospechados.
De pequeño ya tenía diferencias con sus padres y hermanos en la forma de ver su futuro, además de vivir en una tensión constante al pertenecer a la etnia peul –también llamada fula-, un pueblo nómada enfrentado a los malenque, con continuos enfrentamientos sociales.
Quiso cambiar su rumbo personal y antes de cumplir los 15 años viajó Nigeria, donde trabajó nueve meses y volvió por petición paterna para encontrarse con el “plan” que le habían preparado y que provocó la catarsis personal y en su entorno.
Fue rechazado por toda su familia, “mis hermanos estaban casados y seguían las tradiciones”, que se alineó con la posición paterna, excepto una de las mujeres de su padre, que “me comprendía y me daba cariño aunque no estaba en sus manos hacer nada”. Esta figura, su querida ‘mamarat’ fue vital para seguir una particular travesía hacia la libertad, que inició en Conakri, la capital, donde aprendió a fabricar estructuras de aluminio y a manejar como nadie este material en una empresa donde encontró algo de apoyo en el dueño, que, ironías de la vida, era malenque.
En esa época volvió momentáneamente a casa para despedir a su única confidente, su ‘madrastra buena’, que murió por una enfermedad.
Fue culpado del fallecimiento e instado otra vez a consentir con el matrimonio forzado, una proposicón lo que le obligó a irse definitivamente hacia una peligrosa travesía por los países de Mali, Argelia, y Marruecos, en los que tanto por su bisoñez como, sobre todo, por la negrura de su piel, fue víctima de robos y extorsiones.
“Fue en 2015 y fue muy difícil”, recuerda con lágrimas en los ojos. Lo secuestraron y lo llevaron a una zona cerrada donde había otras personas, y allí le pidieron dinero de la forma menos amable, aunque una noche consiguió escapar.
En ese tiempo trabajaba en lo que podía y obtenía ganancias para su sustento, así como a principios de 2016 llegó a Marruecos andando -“à pieds”-. Nada más pasar la frontera fue engañado por dos hombres que en teoría le iban a procurar un sitio para vivir, un contratiempo al que en ese país se sumaron otras “fronteras” relacionadas con su color de piel, pues sufrió xenofobia, sobre todo a la hora de integrarse en el mercado laboral. “Cómo un negro se atreve a pedir trabajo”, se sorprendían.
Pero otra vez la suerte, en forma labor relacionada con el alumino, estuvo de su lado y fue contratado en una empresa en la que el patrón y los demás compañeros comprobaron su alto rendimiento en el oficio. Sin embargo tampoco fue una estancia completa ni feliz, porque creó envidias, recibía cada vez menos salario y además en cuanto cobraba le robaban por sistema el dinero y el móvil “sin que la gente que lo veía hiciera nada”.
Decidió a viajar a España, y en 2018, con 19 años, se trasladó a Nador, donde en septiembre pasado embarcó en una patera, tras pagar el ‘módico’ precio de 900 euros -las mafias llegan a cobrar hasta 6.000 euros-, junto a otras sesenta personas, hasta recalar en Málaga.
De allí fue llevado a Sevilla, ciudad en la que inició la primera fase para solicitar la protección internacional, y desde hace dos semanas, el dispositivo lo trasladó a Ciudad Real, donde ha empezado a disfrutar del entorno y donde ha celebrado el Día Mundial del Refugiado.
El futuro
Su futuro está plagado de esperanza, trabajo, y solidaridad, tal y como ha reflejado en una canción que ha escrito. En este alumbramiento de una nueva etapa se visualiza como un trabajador -si puede ser “en una gran empresa de aluminio”-, junto a su familia, disfrutando de la gastronomía española –sobre todo de la tortilla de patatas-, y devolviendo a la sociedad su agradecimiento con la ayuda “a otras personas que estén en situación vulnerable”.
Tras el repaso a su vida, Barry vuelve a mostrarse dolorido al hablar de su padre, del que sabe por un hermano con el que habla por teléfono. “Le han dicho que estoy en Europa pero no en qué país”, relata con una sonrisa triste al recordar también a su madre, la persona que ahora echa más de menos, con el permiso en el corazón de su querida ‘mamarat’, de la que recibió “amor y comprensión”.
Huyen de conflictos armados o persecuciones ideológicas
Elena Mora, educadora social y voluntaria de Movimiento por la Paz destaca la capacidad de Ibrahim Barry para sobrevivir en un mundo hostil y subraya su entregada disposición “a colaborar y ayudar en lo que le proponemos” en los pocos días que lleva en Ciudad Real. “Es inteligente, se está socializando muy bien, participa en las actividades y tiene una buena convivencia”, sostiene.
Mora reconoce que dentro de las fases por las que pasan los refugiados en España, “la más delicada” es cuando se superan los seis primeros meses y obtienen “la tarjeta roja” para poder acceder al mercado laboral. Además, sino obtienen el asilo “se quedan en una situación irregular, y sin ayudas”.
Por ello, valora el papel de la capital como ciudad acogedora y la atención que actualmente ofrecen las distintas ONGs a los 250 refugiados que hay procedentes de países de diferentes latitudes como Venezuela, Honduras, Nicaragua, Rusia, Crimea, Ucrania, Pakistán, Palestina , Camerún, Argelia, Costa de Marfil, Turquía, Siria o Yemen.
La mayoría de estas personas tramitan la protección internacional “por diferentes causas”, como el conflicto armado, la violencia étnica, las hambrunas, cuestiones de género y políticas, la discriminación laboral o luchas intestinas entre facciones religiosas.
“Son seres humanos a los que tenemos la oportunidad de acoger para darles atención”, reflexiona Mora, que asegura que esta solidaridad “es un acto patriótico para sentirse orgulloso”.