Acabados metalizados, volúmenes exagerados y tejidos que reflejan los colores del iris han fraguado la identidad de un diseñador que salió en los años 60 del corazón de La Mancha para revolucionar el mundo de la moda, el diseño, las pasarelas y el prêt à porter. El Manuel Piña que ha llegado a nuestros días recuerda a la Movida madrileña y a la transgresión, aunque no refleja el gran abanico de colores, formas y estampados que desplegó. Veintiocho años después de su muerte, la que fue su mano derecha, Lola Piña, profundiza en su figura y en su “magia”, una que va más allá de la ‘Metamorfosis’ con la que ha resurgido este 2022 al son de las campanadas de la Puerta del Sol.
Los primeros recuerdos que guarda de él tienen a su madre como protagonista. Lola creció entre vestidos de novia colgados en las puertas de su hogar y fue cuando cumplió los 15 años, a principios de los ochenta, cuando su madre, Isidra Manzano, empezó a trabajar en el taller de punto que Manuel Piña abrió en Carabanchel. “Mi madre era la jefa de taller, el enlace entre el equipo de patronaje y las modistas, la que se encargaba de poner en marcha la producción y la que estaba en contacto directo con el diseñador”, cuenta. Siempre había cosido, siempre había sido “maravillosa”, pero entonces empezó a ser “más mágica”. Confiesa que “la magia se la daba Manuel”.
De los retales de Almacenes Gigante al vestido rojo de la Ciudad de los Muchachos
Manuel Piña estuvo casado con la moda desde la infancia. La historia cuenta que con trece años fue dependiente en Almacenes Gigante de Manzanares, su pueblo, y que tenía gran perspicacia con las señoras que llegaban a comprar retales para su atuendo en las fiestas patronales o en la jura de bandera de sus hijos. Después vino Galerías Preciados en Madrid y un trabajo como comercial en el norte de España, en el País Vasco y Cataluña. Fue luego cuando decidió tomar el timón, primero con un taller de punto, luego de confección, y con una oficina en pleno centro de la capital, en la calle Moreto. Aquí empieza la historia más fascinante de un hombre que fue un auténtico imán para las mujeres más icónicas de la Transición.
El primer desfile al que asistió Lola fue en 1982, y qué desfile. Era 27 de octubre, llovía a mares y todo el recinto estaba lleno de barro. Fue la presentación oficial de Manuel Piña en Madrid, en plena plaza de Colón, en la carpa del circo ‘Ciudad de los Muchachos’. Tres años antes su primera colección había visto la luz en el Teatre Liceu de Barcelona. “Recuerdo hasta como iba vestida. Para una persona joven ir a un desfile era todo un espectáculo: los diseños, los famosos, la prensa. Era como estar en una galaxia totalmente distinta”, cuenta con emoción. El símbolo de esta colección primavera/verano fue un vestido rojo imponente con un escote muy pronunciado.
En “la rampa de despegue” a su cielo particular
Sus colores fetiche siempre fueron el blanco y negro, pues le recordaban a las fachadas de cal de su tierra y al luto que vestían sus tías y su madre, que siempre fue una fuente de inspiración. Pero de los vestidos sobrios característicos de su “mujer bloque”, como el vestido de paño en blanco y negro con el triángulo de Balenciaga que expone el Museo Manuel Piña de Manzanares, pasó al color, al volumen, la sofisticación y la sensualidad. Era “un momento muy importante en la cultura madrileña”, España dejaba atrás el oscuro pasado de la dictadura y el mundo de las artes celebraba la llegada de la democracia. La moda lo reflejaba y Manuel Piña estaba “en la rampa de despegue hacia su cielo particular”.
Fue entonces cuando Lola comenzó a trabajar codo con codo. Ella “no estaba por la labor de estudiar” y siempre había sido “una apasionada de la costura y del mundo del diseño”. Así empezó como “chica para todo”, entre paquetes, carpetas de prensa y llamadas de teléfono, en el “apretón” previo al desfile del Museo del Ferrocarril en 1986, cuando tenía diecinueve años. De ahí pasó al departamento comercial y al final se convirtió en la asistente personal de Manuel Piña. Él marcó su carrera, que siguió tras su muerte con Sybilla y que la ha llevado a crear su propia marca en la actualidad, Al Dedal, que recupera el oficio de la modista de alta costura. “He tenido la suerte de trabajar para dos de los grandes diseñadores de España”, celebra.
La ‘mujer Piña’
Lunares y flores rojas sobre fondo negro. Para Lola, la colección más especial de Manuel Piña fue la del verano de 1988. Dice que “todas son maravillosas”, pero aquel traje verde con lunares blancos con falda de vuelo, aquella otra falda negra con estampado en rojo y chaqueta corta reversible, las tiene “grabadas a fuego”. Fue una propuesta que incorporó la pata de gallo y que hizo homenaje a los tejidos madrileños, una colección “magnífica”. Resulta muy curioso que la persona más cercana, la que más sabía de él, destaque esta colección que nada tiene que ver con el Manuel Piña que ha quedado para la posteridad. Será porque Manuel Piña, que posó con camisa de lunares y pañuelo en la cabeza ante el fotógrafo Javier Inés, era camaleónico, no tenía barreras y estaba lleno de matices.
Bibiana Fernández, Carmen Maura, Damaris, Helena Barquilla, Loles León, Ana Obregón, Assumpta Serna, Pastora Vega, Ángeles Caso y un sinfín más. Ante sus ojos empezaron a desfilar las actrices, modelos y periodistas más reconocidas del momento. Todas querían llevar sus diseños y con algunas llegó a establecer amistad, como con Rossy de Palma, que debe su nombre a Manuel Piña. Mucho se ha hablado de la ‘mujer Piña’ y quién mejor que Lola para definirla. “Manuel utilizaba mucho la palabra pasión, con la que se refería a pisar fuerte, al arrojo, al empuje, a decir ‘quiero algo y lucho por ello’. Es lo que trasladaba a sus prendas y a sus mujeres por encima de todo”. Eso era lo que conseguían todas las que pasaban por su salón y, por lo tanto, así era la ‘mujer Piña’.
La Mancha, la artesanía y su colaboración con pintores del mundo pop
Parece mentira, pero “La Mancha y su pueblo fueron su punto de partida”. Nació en la España de la posguerra y creció “en esos pueblos manchegos, tan pueblos”, pobres y con una cultura aferrada a la costumbre que poco tenían que ver con él. Aunque, dice Lola que “siempre agradeció todo lo que vivió allí, porque le forjó como persona”, y por eso siempre llevó su tierra por bandera. De ahí los desfiles que organizó a finales de los 80 en Ciudad Real o la impresionante colección de fotografías de Alberto García-Alix en Manzanares. Su falda de rayas manchegas y el quimono con la bandera de España que presentó en un desfile en Japón son claros ejemplos del amor por sus raíces.
En la búsqueda de referentes de su tierra encontró su interés por la artesanía, como refleja el top de macramé con madroños típicos de las goyescas en la espalda, los añadidos de punto en sus toreras o los encajes de los vestidos de novia con los que solía cerrar los desfiles, tan propios de Almagro. “Estamos en una época tecnológica y no hay que menospreciarla, pero Manuel supo mezclar la tecnología con la artesanía”, explica Lola. De ahí la fusión de sus diseños futuristas, los vinilos y charoles de finales de los años 80, con la lana y las prendas tricotadas a mano. Quizás los discos que escuchaba son buena muestra de sus diferentes almas, pues en sus oficinas sonaba Camarón, Lola Flores, Rocío Jurado y Enrique Morente, aunque también le gustaba la música clásica, los cantos gregorianos y ese programa de Radio 3 que buscaba nuevos ritmos donde sonaba electrónica.
A Manuel Piña siempre le interesó interactuar y crear redes con artistas, “más y menos conocidos”, para enriquecer sus colecciones. De repente descubría a una persona que hacía bolsos o calzado y le pedía colaboración, como lo hizo con la sombrerera Charo Iglesias o con Helena Rubinstein con las joyas. Sus últimos diseños, los más “experimentales”, son una clara representación de su interés por generar sinergias comunes y su pasión especial por las artes plásticas. Para la posteridad han quedado los vestidos pintados por Costus, el seudónimo que utilizaron Enrique Naya Igueravide y Juan José Carrero Galofré, que fueron símbolo de la Movida madrileña, aparte de Juan Gomila con su mundo pop y el manzanareño Alex Serna. Todos destacan por sus volúmenes, por ser una mezcla perfecta de la moda, la pintura y la escultura.
Un “cañón” en plena Movida madrileña
Él “era un cañón, era la energía representada en un hombre”. Recuerda Lola que era una persona que estaba muy presente en la actividad cultural, que participaba en exposiciones de pintura, en presentaciones en galerías y en todo lo relacionado con la sombrerería, la joyería y otras disciplinas artísticas. De la Movida madrileña han trascendido la música, el cine y las fiestas, pero “aunque a veces nos quedamos con la parte más excitante, detrás de todo había un movimiento cultural muy intenso, no solo eran noches en discotecas”. Así, era habitual verle tanto en una noche de fiesta como en una mesa redonda en el Centro Superior de Diseño de Moda de Madrid.
Muy amigo de sus amigos, muy hermano, hijo y sobrino. A Manuel no le gustaba nada a medias, vivía con intensidad y “tenía mucha personalidad, carisma, sabía dirigir un equipo y no le temblaba el pulso si tenía que pegar un golpe en la mesa y hacer saltar los lapiceros”. “Creo que sacó lo mejor de todos los que trabajamos con él”, dice Lola, que reconoce que ella misma es el resultado de “la varita mágica de Manuel”. Supo ver las posibilidades de todos los que estaban a su alrededor, incluso aunque las desconocieran ellos mismos, y las potenció, desde esa oficina que inundaba con su halo todos los días a las 9 de la mañana.
La Pasarela Cibeles: un punto de inflexión para la moda española
“Manuel Piña, junto a otros diseñadores, representó un punto de inflexión en la moda española”. Dice Lola que los méritos nunca se consiguen en solitario, que normalmente son equipos, pero subraya que los diseñadores de los años 80 y 90 en España “elevaron la moda a otro nivel”. Fueron ellos quienes entendieron que la moda no era hacer un diseño y que se vendiera en tienda, sino que la impregnaron “de cultura, de inquietud, de investigación, de curiosidad”, convirtieron la moda en un vehículo de expresión que empoderaba a la vez que hablaba de las mujeres que la llevaban.
Así fue como nació la Pasarela Cibeles, en la actualidad Mercedes-Benz Fashion Week Madrid, promovida por un grupo de diseñadores entre los que estuvo Manuel Piña. En 1985 presentó su primera colección en este espacio, a pesar de que nunca dejó de utilizar otros para la puesta de largo de sus diseños, como la Casa de las Alhajas, también en la capital de España. En aquella época, cuenta Lola, “la pasarela era entendida como una exageración de la calle”. Manuel Piña fue uno de los impulsores del prêt à porter en España, la democratización de la moda, pero no por ello dejó de disfrutar de las mieles de la pasarela. “Siempre había una colección para tienda, porque teníamos que vivir de la venta, pero la pasarela representaba una ensoñación”, señala Manuela, que defiende los desfiles “de fantasía”, porque “tiempo hay para la realidad”.
Las prendas con exagerados volúmenes que desfilaban en pasarela eran reducidas para la colección comercial, más dulcificada. Todavía hoy se hace, insiste Lola, que comenta que “en la actualidad Valentino hace desfiles de alta costura con diseños impresionantes, pero luego está la colección adaptada a la calle, la que utiliza el público para salir y para trabajar en una oficina”. En los años 80, señala Lola que quizás la pasarela era aún más estridente, pues “la comunicación no era como hoy, 360 grados”. En la actualidad, las casas de moda tienen el escaparate de la pasarela y las fotografías, pero también la opción del streaming o de recurrir a influencers que lleven sus prendas.
La verdadera historia que hay detrás de ‘La metamorfosis’
Aclamado por el mundo de la moda, Manuel Piña presentó la última, la colección primavera/verano 1991, que ha trascendido como ‘El desfile de los insectos y de los reptiles’ o ‘La metamorfosis’, considerado por muchos como el cénit de su trayectoria. La realidad es que la única frase que acompañó a la colección fue ‘Las sombras de los hombres son a veces más humanas que los propios hombres”, y que, según admite Lola, “jamás se habló de una colección de metamorfosis ni de transformación durante el trabajo que se hizo, sino que esa ha sido una interpretación a posteriori”.
Detrás de ella, lo que sí que hubo fue un recorrido a su carrera, “un merecido homenaje a sí mismo, diseñando sin límites, si le quedaba alguna barrera por saltar”. El deseo de Manuel Piña fue “recorrer todo el camino andado, reconvertir sus diseños, transformarlos y volver a ponerlos en la pasarela”. Entonces ya sabía que estaba enfermo, a Lola le pidió mantenerlo en secreto, y él sabía que no le quedaba mucho tiempo, pues el VIH, que en la actualidad es una enfermedad crónica, entonces era mortal.
Su mujer de confianza reflexiona que esa metamorfosis de los insectos puede que estuviera en su subconsciente, “por el trabajo de volumen, en las texturas, los tonos irisados”, tal y como refleja el modelo que llevó la presentadora de televisión Cristina Pedroche en las campanadas de Nochevieja, pero nada más. Lola insiste en que “él quiso representar su humanidad a través de la sombra que proyectaban sus vestidos”, como ese blanco con forma de globo que representaba “el mundo y la vida”.
La recta final de Manuel Piña estuvo marcada por claros y oscuros, pues su distancia con la moda en los últimos meses de vida fue consecuencia, no solo de la enfermedad, sino de “un traspié muy serio” con un fabricante. Fue a partir del contrato con una compañía japonesa, que le obligó a buscar una estructura industrial que respondiera al volumen de fabricación demandado y que no funcionó, “no atendieron ni en tiempo ni en forma” el encargo. Lola explica que, “aunque fue un palo profesional, los japoneses estaban muy contentos, entendieron lo sucedido, y el problema de producción se podría haber resuelto con otros talleres”. “Mi madre, mi hermano y yo estuvimos rompiendo patrones”, apostilla con tristeza, pues ese no debería haber sido el fin. Su evolución natural como diseñador hubiera continuado “pegado a la actualidad, moderno e innovador”.
El renacer de Manuel Piña
Tres décadas después de su muerte, Manuel Piña, uno de tantos profesionales olvidados en España a excepción de ese pueblo manchego que durante años ha velado por conservar su legado, se ha colado en los televisores de media España. Para Lola, “lo importante es que ha llegado su momento, que se le está empezando a dar el reconocimiento público que se merece, pues hasta ahora había sido de una forma muy personal entre el entorno más vinculado a él”. También le acaban de dar el Premio Nacional de Diseño de Moda a Antonio Alvarado, después de toda una vida dedicada al sector y que lleva unos años retirado. “Esas cosas pasan a veces en nuestro país y en otros”, apostilla.
“Espero que este vestido, la ‘Metamorfosis de 2022’ sea el punto de partida de este reconocimiento y de situar a Manuel Piña en el lugar que le corresponde”. De momento, Lola agradece a Cristina Pedroche y a José Fernández-Pacheco, ‘Josie’, por la selección del traje. “Creo que tenía una difícil tarea en elegir un diseño y estuvo muy acertado”, expresa. También agradece el trabajo realizado durante los últimos años por el Ayuntamiento de Manzanares, “para recuperar su obra y por promocionar y hacer museo, pues de nada sirve un espacio y no comunicarlo”. Lola ha donado o cedido a este museo “más de 300 piezas”, entre cintas de video, fotografías, recortes de prensa, diapositivas, y prendas, “unas 200”. Su madre siempre se escandalizaba porque decía que se gastaba “todo el sueldo” en ropa y en sus armarios todavía queda un abrigo reversible de lana de Mohair, pendientes, bolsos, zapatos y un anillo con su logotipo.
Con unas setenta piezas distribuidas en cuatro salas, Lola dice que el Museo de Manuel Piña en Manzanares “es un lugar espectacular, el lugar que Manuel Piña quería: exponer sus trajes en una bodega en su pueblo”. “Recoge muy bien la obra y la esencia de Manuel”, y espera que pronto sea un museo vivo que incluya “exposiciones temporales y temáticas” que sirvan para hacer rotar las más de 4.000 piezas que conserva el Ayuntamiento. Expuesta la obra, luego está en cada uno “que seamos capaces de captarla con pasión”. Por eso, a los visitantes les aconseja “que se liberen de todo y que dejen que los sentidos disfruten”. Les dice “que se quiten cualquier venda, que entren con los ojos limpios”, pues cada prenda está llena de sensaciones, de emociones, y tiene una historia diferente que contar. Decía Manuel Piña que la moda no se lleva, “sino que se siente”.