“La palabra mena, con la que una parte de la sociedad española etiqueta a los menores extranjeros no acompañados, tapa la realidad: que son niños y niñas, de 10, 11 o 12 años, que salen de sus países huyendo en busca de un futuro mejor”. Son las palabras de Susana Jiménez, vocal del Colegio Oficial de Trabajo Social de Castilla-La Mancha, reunida con Javier Arboleda, trabajador social empleado como educador en uno de los centros de protección de menores que existen en la provincia de Ciudad Real. La Consejería de Bienestar Social ha confirmado a Lanza que en estos momentos 83 menas viven en Castilla-La Mancha.
Las imágenes de cientos de niños saliendo del mar en las playas de Ceuta tras sobrepasar esa insignificante valla que divide el Norte del Sur sobrevuelan. Javier reconoce que “la mayoría son chicos con edades comprendidas entre los 11 y los 18 años”, y dice chicos, “porque el porcentaje de chicas es mucho menor, tan solo un 5 o un 10 por ciento”. La mayor parte proceden de Marruecos y llegan por la frontera del sur, pero “también pueden llegar de otros países como Argelia, del África Subsahariana y vienen por la vía canaria, o de Pakistán y viajan por Francia”. “Hay muchas vías de entrada y yo no pondría la mano en el fuego diciendo que un chico ha llegado de una manera”, ya sea en patera, a través de las mafias o debajo de un camión, insiste.
Cuando piensa en los varios miles de personas que cruzaron a nado en mayo los espigones fronterizos de Benzú y el Tarajal en plena escalada de tensión con el Gobierno de Marruecos, Susana reflexiona que, si ella hubiera nacido “en un país empobrecido del África Central, en un país como Camerún, con los conflictos armados que hay en este momento, o como Guinea Conakry, donde ni siquiera pueden salir a la calle, a lo mejor mi deseo sería emigrar”. “Nadie abandona a su familia ni sale de su país si no es en busca de una vida mejor o para salvaguardar su propia vida”, dice Susana, que trabaja en Fundación Cepaim en Ciudad Real dentro del proyecto de protección internacional.
Con los pies en España: empadronamiento, tarjeta sanitaria y escolarización
Son menores y aparte tienen la particularidad de que llegan a territorio español sin un adulto que se pueda hacer cargo de ellos, de manera que en el momento que son detectados o piden ayuda, es el Estado, y en concreto las comunidades autónomas a través de los centros, los que asumen su protección. Al alcanzar España lo primero que pasan es por una valoración de su estado de salud, para saber si vienen en las “condiciones idóneas” de desarrollo físico y emocional para su edad. Después, las entidades que participan en los procesos de acogida comienzan a gestionar su documentación. El empadronamiento, la tarjeta sanitaria y la escolarización en la ciudad donde esté su centro van seguidos.
Los centros de protección de menores son su hogar. Javier explica que “lo primero que se trabaja con ellos es el vínculo, que sientan que están en su nuevo hogar, que se sientan como en casa, que están protegidos”. Este es el principal objetivo de los centros y Susana afirma que “los programas de protección funcionan”. Nadie cuenta “sus miserias” a la primera persona que cruza por la calle, pero con el tiempo estos chavales narrarán a sus educadores “sus situaciones vitales y por qué han venido, si ha sido por propia voluntad o porque sus padres decidieron que era la mejor opción”. Tendrán que afrontar dificultades jurídicas, administrativas, educativas y de empleo, aunque pocas veces van a ser peor que las que tenían en su país o las que soportaron durante el viaje.
En los centros de protección de menores extranjeros, que “funcionan de igual forma que los centros para menores españoles”, los profesionales diseñan un proyecto educativo “individualizado” para cada niño, porque “cada persona tiene unos objetivos diferentes”. Eso sí, Javier apunta que “existe un objetivo común prácticamente para todos”, que es “prepararlos para su autonomía”, para que cuando cumplan los 18 años “puedan entrar en un proyecto de autonomía y seguir su proyecto vital”. A pesar de su corta edad, para los chavales esto no suena raro, pues desde que llegan a España lo único que piensan es en “trabajar, trabajar y trabajar”.
El “sueño europeo” y las expectativas truncadas
Algunos chicos cuando llegan a España saben castellano, inglés, francés y árabe, y otros solo el idioma de su región, pero siempre las primeras palabras que aprenden son “yo quiero trabajar”. Piensan que “aquí van a encontrar empleo rápido” y pronto sus expectativas se ven truncadas. Javier Arboleda explica que, “frente a la posibilidad de seguir en la calle, sin recursos ellos y sus familias en los países de origen, la migración supone una posibilidad brutal de mejorar su vida y de acercarse al sueño europeo”, porque, según insiste, “al final, lo que quieren ser es europeos”. La situación de España, frente a la de países en guerra o que sufren epidemias o hambrunas, no tiene nada que ver, pero lo cierto es que comparada con regiones como el norte de Marruecos, “tampoco existen tantas diferencias”.
Fuera del aspecto cultural, “las ciudades de Marruecos del norte son muy parecidas a las españolas, en cuanto a la occidentalización”, por ejemplo, “Tánger es muy europea”. La decepción es tan grande porque, según comenta Susana, “los chavales, que suelen ser los mayores de la familia, vienen con la idea de que van a ser el único sustento económico y los responsables de que sus hermanos tengan más oportunidades”. Aparte, hay que tener en cuenta que “para muchos el objetivo migratorio no es España, sino otros países de Europa, como Bélgica, Francia o Inglaterra”.
El papel de las redes sociales
La rebeldía es común entre los adolescentes, pero en el fracaso de los programas de protección de menores extranjeros suele tener mucha culpa el choque entre las ideas previas que tenían sobre las opciones que les ofrecería España y la situación real. Muchas veces las mafias son las que infunden estas expectativas, pero en la era de la información también influyen otros cauces, como las redes sociales. “Yo veo las redes sociales de los chicos y ellos, como el resto del mundo, exponen una imagen que no es cierta. A lo mejor se hacen una foto con una moto que ven en la calle y ponen que es suya. En Marruecos, los chavales los ven y dicen: éste se ha comprado una moto en España y lleva allí tres meses”, comenta Javier.
La distorsión de la realidad, añade Javier, “es un problema que ha traído la globalización de las redes sociales, el acceso a tanta información”, y afecta también al joven español que proyecta a diario una imagen perfecta llena de filtros, en una felicidad permanente y en contextos idílicos. En la costa de enfrente, si el joven marroquí “está viendo a través de las redes sociales constantemente que gente de su barrio, sus primos o su ciudad ha migrado y le va bien, lo va a intentar igual”, añade. Para el trabajador social, las redes sociales “pueden ser una de las causas de que las migraciones se estén haciendo a este nivel de masas”.
Luego está el caso de los chavales que tienen como objetivo llegar al norte de Europa y que “van a intentar por todos los medios subir al norte”. En España, cuando la Administración pública, en este caso una comunidad autónoma, ha asumido la tutela de un menor, por normativa si se fuga de un hogar y es detectado en otra región tiene que regresar. Javier considera que “hay que perfeccionar ciertos mecanismos con algunos perfiles, cuando está demostrado que no se van a adaptar a esos recursos”, porque “a veces no tiene sentido obligar al menor a estar en un lugar, cuando va a estar fugándose constantemente para cumplir su objetivo migratorio”.
Son adolescentes, “no extraterrestres”
Desayuno, instituto, comida, actividades extraescolares, … En los centros la vida transcurre con normalidad, con sus horarios, tareas, tiempos de ocio. Javier comenta que “los que están en edad escolar van al instituto y el resto asisten a cursos de formación alternativa”, que imparten organizaciones como Cruz Roja o Cepaim. Dentro de los hogares se hacen talleres y practican el castellano. Por la tarde, “todos los niños tienen que tener una actividad extraescolar, ya sea lúdica, formativa o deportiva”, así pues, unos hacen patinaje y otros música o fútbol. Según su comportamiento, y como cualquier otro niño, tienen una paga o ayuda de bolsillo asignada a la semana, que nunca supera “los 12 o 15 euros”. “El que consigue el máximo es una máquina, porque colabora, ayuda, tiene un buen comportamiento en todos los recursos que participa, lleva bien las notas”. Si no, a lo mejor se quedan con tan solo 1 euro para gastos personales.
En las distancias cortas, los menas son “como cualquier otro chico, no son extraterrestres”. Javier comenta que “son adolescentes, iguales que de otra parte del mundo, que les gusta el deporte, tener ropa chula, aprender cosas nuevas, conocer gente, enamorarse”. Susana cree que “el aspecto más destacable de estos chicos es la valentía y el arrojo que tienen para afrontar todo lo que les venga, la constancia para conseguir sus objetivos”. Ambos afirman con rotundidad que “en la mayoría de los casos son entusiastas, valientes, tienen unas ganas increíbles de comerse el mundo”. Aunque a veces llegan con ideas sesgadas, con “ganas e ilusión” superan los obstáculos.
¿Conflictividad?
Poco tiene que ver el panorama del que hablan Susana y Javier con la imagen de conflictividad y delincuencia asociada a la palabra mena, con la que los afectados no se identifican y que rechazan. “En todos los sitios y de todas las edades, hay personas que da gusto estar con ellas y otras que traen una mochila de antes, con muchas experiencias traumáticas, que les va a llevar a no adaptarse al lugar y a desarrollar conductas violentas. Hay menores extranjeros que provocan problemas, por supuesto, hay jóvenes españoles conflictivos, también; pero generalizar esas conductas negativas en un colectivo por lo que haga una minoría es el gran error”, afirma el trabajador social. Javier quiere que quede muy claro que “es un porcentaje mínimo”, utilizado a su juicio “mediáticamente y políticamente cuando hay altercados o situaciones críticas”. Para él, su día a día, y ya han pasado por su lado casi un centenar de menores extranjeros, es que “el mayor porcentaje son chicos y chicas extraordinarios”.
Solos para enfrentarse al mundo
Hay chavales que vienen de Senegal, de Ghana, que han viajado durante “al menos un año y medio” a través del desierto, que han soportado condiciones extremas, violaciones, maltratos, y que han cruzado el océano a la deriva durante días. Pero es que todo no ha acabado ahí, pues “cuando tengan que enfrentarse al mundo y ser autónomos van a tener siempre un hándicap que las personas originarias de aquí no tienen: ellos están solos, no tienen redes de apoyo y en la mayoría de los casos sus familias no poseen recursos para ayudarles”. Esa maleta la van a arrastrar “hasta el día que tengan una vida adulta, un trabajo estable y cierta estabilidad”. Esto no es cruzar el estrecho y ya está.
Nada más desembarcar, una de las dificultades que van a encontrar los menores es su adaptación al sistema educativo. En primer lugar, explica Javier, “por regla general no manejan el idioma” y cómo van a aprender los ríos de España si no saben articular bien una frase. En segundo lugar, está el desfase curricular, que es “enorme”. En Marruecos normalmente no han recibido una educación adecuada y no tienen el mismo nivel que sus compañeros en la ESO. Estos factores “pueden producir una desmotivación total, que conduzca al abandono escolar”, porque no siguen el ritmo. Como todo, hay chavales “muy inteligentes que responden muy bien a cualquier pequeña ayuda”, y luego están los que necesitan una mayor adaptación curricular. El trabajador social lamenta que “las adaptaciones dependen del instituto, el colegio y los equipos educativos”. “Esto es una lotería”, añade.
Autonomía: nunca los 18 años fueron tan difíciles
Cumplir los dieciocho años genera un punto de inflexión. De un día para otro dejan de ser menores, “ayer era menor y hoy no”. Los chavales “pasan de tener todas sus necesidades cubiertas a quedar en tierra de nadie” si no entran en un programa de autonomía de la Junta de Comunidades, que en el caso de Castilla-La Mancha gestiona la organización Accem. Cualquier joven necesita acompañamiento hasta los 23 o 24 años, pero los extranjeros no cuentan con red de apoyo y “si no tienen dónde ir, ni familiar que les ayude un poco, pueden acabar en una situación de calle”. Algunos al final tienen que volver a su país.
El mayor problema viene cuando los chicos llegan a España con diecisiete años. “Van a ser los que tienen una situación más vulnerable”, advierte Javier. Su compañera de profesión comenta que “su futuro va a depender de la situación legal y administrativa que tengan, y si es un menor que llega con 17 años es posible que no le haya dado tiempo a regularizar su situación en España”. En este caso, cuando sea considerado como persona adulta quedará en situación irregular, que conlleva no tener derecho al trabajo y la restricción de otros derechos. Además, añade, “puede ser deportado al país de procedencia”. Lo mismo ocurre con los chavales que mienten para entrar en los centros pese a tener ya los 18 años y que tras llevar a cabo su identificación con el país de origen se descubre su verdadera edad. Es muy difícil que los jóvenes se salten este control.
El joven de 17 años, en apenas unos meses, no solo tiene que arreglar los papeles, sino aprender el idioma y formarse para trabajar, de cara a ser independiente. La ausencia de recursos específicos provoca al mismo tiempo que los jóvenes de más edad que entran en los centros de protección, sobre todo los que tienen más de 15 años, pongan en un primer plano la idea de trabajar, frente a formarse. Esto produce que al final “el acceso al empleo sin estudios o sin formación básica es a través de empleos precarios, normalmente en el campo”. Cabe destacar que la normativa ha introducido novedades en este sentido, y ahora se conceden permisos de trabajo y de residencia para los jóvenes que han sido tutelados por la administración, al margen de la vía habitual.
Experiencias de éxito y la necesidad de más recursos
Experiencias de éxito existen. Muy distinta es la situación del menor que llegó con 12, que cumple 18 años con una situación regularizada, y que puede acceder a recursos de autonomía personal y al empleo. En este caso, será más fácil su integración en el país, que teja redes de apoyo y que acceda a un nivel de vida mejor. Javier destaca que la mayoría de los chicos que han pasado por su lado “han tenido la oportunidad de entrar en un programa de autonomía y, aunque no son autónomos al 100 por cien porque tienen una tutela, están en proceso”. Siguen formándose y hacen trabajos puntuales, de manera que salen adelante y no están en la calle. Algunos tenían incluso familiares en el entorno local y en otras regiones que les han ayudado.
“El recurso de autonomía personal existe, pero llega hasta donde llega. Ni todos los menores pueden entrar en el programa, ni hay capacidad”. Susana comparte que el hecho de que los jóvenes consigan sus objetivos educativos y accedan al programa de autonomía va a depender mucho de los recursos que existan, porque en la actualidad “no abarca a todos los menores que están en los centros de protección”. Javier añade que “siempre que hay recursos y personal cualificado para trabajar con ellos, la tónica habitual es que los chicos responden”. Ambos miran “con deseo” a las regiones del norte, “un espejo donde mirar” por la mayor inversión en profesionales especializados, infraestructuras y reducción de las ratios que existe por parte de la Administración, en Cataluña, País Vasco o Cantabria.
Las tareas del Colegio de Trabajo Social de C-LM
El diálogo constante con la Administración pública entra dentro de las funciones del Colegio Oficial de Trabajo Social de Castilla-La Mancha, encargado de realizar “una escucha activa” hacia sus integrantes. Son ellos “los que están día a día al pie de estos recursos y los que pueden trasladar las problemáticas e intríngulis de los servicios”, señala Susana. La sensibilización de la sociedad es otra de sus competencias, a través de campañas como la que lanzaron a raíz de los carteles publicados por Vox durante las elecciones a la Comunidad de Madrid, en los que aparecía la fotografía de un menor extranjero con la cara tapada y encapuchado. Son los profesionales que trabajan con los chicos los que saben sus realidades, frente a las campañas de publicidad “con componente populista, que buscan crear diferencia y generar controversia”.
En la sociedad, Susana da por hecho que “hay personas cerradas de mente, racistas, que no van a cambiar de pensamiento”, pero “con la población en general, que tiene pensamientos erróneos producto del desconocimiento, sí se puede trabajar”. Al fin y al cabo, la profesión del trabajo social se fundamenta “en los principios de solidaridad, dignidad humana y defensa de los derechos humanos”. La trabajadora social subraya que “la población tiene que conocer la verdad, que hablamos de adolescentes como los que encontramos en estas pistas de Ciudad Real, como nuestros hijos y sobrinos”. Sin son capaces de borrar de su mente la palabra mena por menor, “si hacen ese crack en su cabeza, van a suavizar las ideas preconcebidas que tenían entorno al colectivo”, añade Javier.
Una emergencia social que exige la intervención de la UE
Ante la situación de crisis humanitaria que viven las costas españolas, y en concreto ciudades como Ceuta que están desbordadas por la llegada máxima de menores extranjeros, los trabajadores sociales no quedan al margen. Javier Arboleda recuerda que “para vivir como vivimos en el primer mundo hay otra parte del mundo que no vive tan bien”. A lo largo de la historia, “Europa se ha aprovechado sistemáticamente del sur y ahora les podríamos tender la mano para que estas personas tengan una vida mejor”, añade. Susana Jiménez considera que la Unión Europea debería intervenir, “porque al final España, Italia o Grecia son la puerta de entrada al continente”. “El Estado español llega hasta donde llega, pero esto es una problemática a nivel europeo”, apostilla, ya que muchos chavales acabarán desperdigados también por los países del entorno. La trabajadora social cierra con una defensa de la cooperación al desarrollo, que contribuya a frenar unos movimientos migratorios masivos que marcarán a estos niños y niñas de por vida.