En 1892, el escritor belga Georges Rodenbach publicó su novela Brujas la muerta. La obra configuró un espacio en la literatura que era un reflejo del estado del alma. Brujas, ciudad flamenca, aparece retratada como un lugar melancólico, de templos y palacios arruinados, calles desiertas sorteadas por alguna anciana enlutada o un sacerdote. Ciudad cerrada, oculta tras las ventanas, sin nervio, para pasearla en los atardeceres de noviembre, con el sonido de fondo del tañer de las campanas.
Este topos literario encontró en los escritores españoles de fin de siglo una gran aceptación. Azorín, Pío Baroja, Valle-Inclán y Unamuno lo cultivaron en sus obras. El pensamiento español tras el desastre del noventa y ocho era propicio a la melancolía y al decadentismo. En España existían modelos de “ciudad muerta” que serían la representación de la agonía de fin de siglo en la literatura. Frente a las ciudades bulliciosas, en plena industrialización y cambio, las ciudades históricas del interior eran silencio y belleza, eran la representación idealizada del desastre.
Toledo en Castilla y Villanueva de los Infantes en La Mancha son las imágenes de la “ciudad muerta” por excelencia. La sombra de la decadencia sobre Infantes se extendió a lo largo del siglo XX. Así lo quisieron Azorín, Pío Baroja y Federico García Lorca. La sepultura de Quevedo y la incógnita de sus restos; los conventos desamortizados y desnudos; los palacios cerrados, de muros desconchados; los tapiales de cal reventados de tierra roja; el sigilo de la calle, el peso del catolicismo popular y los ritos en sus gentes. Esos son los paños que han cubierto a Villanueva de los Infantes de melancolía hasta la actualidad.
José Martínez Ruiz, Azorín, “por adopción manchego” como le llamó Antonio Machado, recorrió La Mancha a principios del siglo XX. En 1902 se encuentra con Villanueva de los Infantes, “una de las ciudades más interesantes de toda España”, según escribiría el mismo para ABC en 1917. La ciudad es un lugar abandonado, decadente, vetusto y su comarca, el Campo de Montiel, un territorio pobre y arruinado.
En los dos artículos que publicó en 1903 en el periódico El Globo: “La evolución de un pueblo. Hacia Infantes” y “La evolución de un pueblo. Infantes” nos ofrece una visión del Campo de Montiel como tierra yerma, muy en consonancia con la que ofrecieron los hombres de su generación de La Mancha, sólo brillante en la medida que se respira aún el espíritu del Quijote. Pero sí para la mayoría de los regeneracionistas La Mancha aún respiraba el espíritu del Quijote, Infantes, para Azorín, está marcada por el espíritu literario de Quevedo (donde murió en 1645) y las grandezas de la España imperial hundida tras el desastre colonial. Azorín, con las Relaciones Topográficas de Felipe II en una mano y la huella de Quevedo en otra, recorrió las calles de Infantes.
La descripción no tiene desperdicio y es uno de los mejores ejemplos de ese recuentro que con la Brujas la muerta encuentra este regeneracionista en Infantes:
– Recorro la maraña de engarabitadas callejas. Las puertas y ventanas de los viejos palacios están cerradas; las maderas se hienden, corcovan y alabean; se deshacen en laminillas los herrajes de los balcones; descónchanse los capiteles de las columnas y se aportillan y desnivelan los espaciosos aleros que ensombrecen los muros… Desemboco en una plaza; el sol la baña vívido y confortable; me siento en el roto fuste de una columna. Enfrente se levanta un paredón ruinoso, resto de un antiguo palacio; a la derecha veo las ruinas de una iglesia, con la portada clásica casi intacta, con un arco ojival fino y fuerte, que se destaca en el cielo radiante y deja ver, en la lejanía, entre su delicada membratura, el ramaje seco de un álamo erguido en la llanura inmensa… A la derecha, otra iglesia ruinosa permanece cerrada, silenciosa, y se desmorona lenta e inexorablemente.
Y a todas horas, por todas las calles, van y vienen viejos, con sus caperuzas y zahones, montados en asnos con cántaros; viejos encorvados, viejos temblorosos, viejos cenceños, viejos que gritan paternalmente a cada sobresalto del borrico:
—¡Jó, buche!… ¡Jó, buche!
– Cantan a lo lejos los gallos. De pronto vibra en los aires una campanada, larga, grave, sonora, melodiosa; y luego, al cabo de un momento, espaciada, otra, y después otra, otra, otra…
—Esto es a agonía—dice una vieja.
Y el anciano torna a mover la cabeza y exclama:
—La agonía de la muerte…
Y sus palabras, lentas, tristes, en este pueblo sin agua, sin árboles, con las puertas y las ventanas cerradas, ruinoso, vetusto, parecen una sentencia irremediable.
– En este pueblo las casas tienen las ventanas y las puertas cerradas siempre. Yo no recuerdo haber visto algunas nunca abiertas; los señores salen y entran por las puertas de servicio, a cencerros tapados. Es un carácter huraño el de las clases pudientes; una honda división las separa del pueblo. Y los señores, cuando dan las ocho de la noche, si quieren salir de casa, han de hacerse acompañar de dependientes y criados…
Suena una larga campanada grave, melódica, sonorosa, pausada. Luego rasga los aires otra, después otra, después otra… Yo pienso en las palabras del viejo, esta mañana, junto al caño del agua:
—Esta es la agonía; es la agonía de la muerte…
Y cuando he salido a la calle y he peregrinado entre las tinieblas, en la noche silenciosa, a lo largo de los vetustos palacios, al ras de las enormes rejas saledizas, que tantos suspiros recogieron, he sentido una grande, una profunda, una abrumadora ternura hacia este pueblo muerto.
-…la miseria cunde por toda España, Infantes se doblega; las nobles familias se arruinan; se cierran los grandes caserones; desaparecen hidalgos y burócratas. Y en este ambiente de abatimiento, de abstinencia, de ruina, el espíritu castellano, siempre propenso a la tristura, acaba de recogerse sobre sí mismo en hosquedad terrible…
– ¿Cómo este pueblo, rico, próspero, fuerte en otros tiempos, ha llegado en los modernos al aniquilamiento y la ruina?- Pasan labriegos con sus largas cabazas amarillentas, de cogulla a la espalda; luego, de tarde en tarde, una vieja, vestida de negro, arrugada, seca, pajiza, abre una puerta claveteada con amplios chatones enmohecidos, cruza el umbral, desaparece; una mendiga, con las sayas amarillentas sobre los hombros, exangüe la cara, ribeteados de rojo los ojuelos, se acerca y tiende su mano suplicante.
Infantes sintetiza esa España arruinada, despojada y vencida tras el desastre de 1898. Son momentos de zozobra, para mirarse el ombligo de la nación
