Y ahí me sequé. Fue un gatillazo de órdago. Veía claramente la historia, pero no los detalles a los que agarrarme. Dejé pasar un día. Y luego otro. Y más tarde una semana. Seguí pensando en cómo articular todo el asunto, en cómo darle forma a las sensaciones que se habían instalado en el estómago sin pedir permiso, pero en cuanto cogía el boli, perdía el hilo. Leí una y otra vez la copia de la noticia del Lanza, un periódico con un yugo y unas flechas en la cabecera, que Morel había incluido en el sobre y que fue la inspiración para el primer empujón. Estaba fechada el 1 de abril de 1949 y me encantó el título. Pensé, y todavía pienso, que si alguna vez se hiciera una película podría titularse El espantoso hallazgo de Almagro o algo por el estilo.
ESPANTOSO HALLAZGO
A primera hora del día de ayer, Arsenio Ureña, vecino de esta localidad, conocido como “El Mellao”, de profesión pastor, se topó con un espantoso hallazgo cuando se dirigía a sus quehaceres. Al ir a recoger sus ovejas, en el camino que llaman de Daimiel, por unir ambos pueblos, encontró, a unos tres kilómetros del casco urbano, el cadáver de un niño.
La policía local, que se ha hecho cargo de las primeras investigaciones, confirmó que se trata de un niño pequeño, de unos cinco años, cuyos padres no han sido localizados todavía. Parece que el chiquillo murió por las mordeduras de algunos de los perros que merodean por el campo y que ya han atacado algunas veces el ganado, cobrándose, el pasado marzo, dos ovejas del corral de Alfonso Villar y otras tres, también el mes pasado, de Don Pedro Relimpio.
Este periódico ha podido saber, de boca del mismo Arsenio, que el chiquillo vestía ropas dignas, aunque estaban muy manchadas y que presentaba algunas cicatrices en las muñecas. El pastor lo encontró al lado del camino, sin enterrar, sin ningún signo que indicase que hubiesen querido esconderlo, por lo que se colige que no fue hombre el que lo mató, sino los animales. No debía de llevar tiempo allí, por el aspecto que presentaba.
Se espera la llegada de un inspector que lleve a cabo la investigación de un suceso que tiene conmocionado al pueblo.
El artículo lo firmaba A. R. Busqué en la hemeroteca del periódico, que heroicamente subsiste, ya sin yugo ni flechas, más informaciones sobre el caso, por ver si me inspiraba, pero, tras esta primera, desaparece por completo, al menos durante los dos siguientes meses.
Me encontraba realmente atascado. Quise olvidarme de la historia. No es la primera vez, ni será la última, que no puedo seguir. Y sé que estas historias incompletas, abortadas, aunque dejan cicatrices, acaban por no doler demasiado, como las novias adolescentes. Pero luego advertí que esta era diferente, porque no era mía, sino de Morel, y que lo justo era devolvérsela, reconocer mi fracaso, echárselo en cara incluso. Y llamé a aquel número, consciente de que lo lógico era que muchas cosas hubieran cambiado,
Me contestó una mujer y supe en seguida que ninguna mujer había estado en contacto con Morel, al menos ninguna a la que no llamara madre. Le expliqué a quién buscaba y me contestó que ella y su familia apenas llevaban cuatro años viviendo allí. Hice algo que no suelo hacer: insistí. Al final conseguí que se comprometiera a preguntar por el barrio, por si alguien recordaba a Morel y pudiera dar razón de él. Quedé en llamarla al día siguiente.
Por matar el tiempo escribí algunos “whatsapps” y un par de correos electrónicos a aquellos amigos que, por uno u otro motivo, podrían haber tenido relación, siempre de forma superficial, con Morel.
Ni Arturo ni Sofía lo recordaban; Enrique me envió una colección de anécdotas, falsas la mayoría, probablemente, pero aseguró haberle perdido la pista; Olga me contestó con el emoticono ese de una mierda con ojos y no me atreví a preguntarle si era por mí o por Morel; Domin creía que estaba en Latinoamérica o en la India; y Rodrigo estaba seguro de que había muerto, de que alguien se lo había contado, pero no recordaba quién.
Por supuesto, la voz femenina me informó al día siguiente de que no había nada de qué informar. Algunos (el tipo del quiosco y una vecina) lo recordaban. Un día dejaron de verlo. No les extrañó y lo olvidaron. Luego, pasado el tiempo, advirtieron que seguía sin estar y dieron por hecho que se había mudado. “No parecía tener muchos amigos”, fue lo último que dijo.
El maldito Morel no sólo me había dejado una historia que no sabía acabar, sino que, además, se había largado, dejándome allí tirado. Está bien, había tardado más de quince años en ponerme manos a la obra, pero tenía otras cosas que hacer. Y, por otro lado, él nunca llamó para preguntar qué me había parecido su sobre, ni se hizo el encontradizo en un bar. Era como si mandándome aquello se hubiera quitado un peso de encima y lo que yo hiciera con él le importara muy poco.
Esa misma tarde recibí un correo de Isa en el que me insinuaba que quizás para finales de verano hubiera una peli en la que trabajar, peinando un guión de uno de esos jóvenes directores, no tan jóvenes ya, que lo hacen todo bien, excepto contar historias que tengan sentido. Me alegré, porque mi cuenta corriente continuaba decayendo, una costumbre que se había hecho crónica. Con la euforia, intenté continuar el guión, fracasando de nuevo. Allí se había quedado Ruipérez, tamborileando o haciendo cadenas de clips o partiendo palillos, imaginando cómo mataban al niño a bocados y haciéndomelo pensar a mí, quitándome el sueño, como al cabo de la policía local.
Por la mañana pensé que debía afeitarme, una actividad que me molesta, pero no lo hice y encendí el ordenador. Tenía un correo de Rodrigo. Por lo visto, había coincidido con Conde, que a él le cae bien y a mí no, y nada más verlo le había asaltado la seguridad de que había sido él el que le contó que Morel había muerto. Efectivamente, el empalagoso de Conde, el chupamindas de Conde, se había enterado por su cuñado, que es policía. A Morel lo habían encontrado muerto en Daimiel, por junio o mayo de 2002. Parece que algo violento. El tonto el haba de Conde no sabía mucho más, que la policía de Ciudad Real había preguntado a la de Arganzuela por si podía averiguar algo y que su cuñado, que debe ser como Conde, enseguida pensó que los del cine se conocen todos y le preguntó. El relamido de Conde no había podido ayudarle mucho, claro.