El Hijo eterno de Dios que se ha hecho carne debe aprender, como todos nosotros, el difícil arte de la libertad, de vivir en responsabilidad, de dejar atrás la niñez e iniciar los intrincados caminos de la adolescencia.
Como todo niño que deja atrás la infancia, Jesús tiene prisa por recorrer su propio camino, por vivir su misión. Él se siente movido a ello y estaría perfectamente capacitado, pensamos nosotros, por su condición divina. ¿Es el momento de dejar Nazaret, de salir de la familia para recorrer los caminos nuevos de la propia misión? San Lucas nos dice que Jesús volvió a Nazaret y vivió bajo la autoridad de sus padres; de esta manera, siguió creciendo en estatura, sabiduría y gracia.
La adolescencia es un tiempo clave para el crecimiento: el desarrollo físico, la madurez sexual, el avance en la sabiduría y la libertad. Para este crecimiento es necesario dejar atrás la infancia, ese tiempo feliz donde los otros toman nuestras propias decisiones y nos evitan toda responsabilidad y, en principio, todo peligro. Dejar atrás una etapa y abrirse a otra, la edad adulta, que aún no ha llegado. La adolescencia, por tanto, no es una etapa de llegada, sino de transición. El espíritu burgués y los intereses del capitalismo nos han hecho creer que la adolescencia es la etapa más feliz de la vida, una edad cándida, llena de posibilidades y exenta de responsabilidades; etapa idónea para el consumo y para dejarnos llevar por quienes nos prometen una vida placentera haciéndonos sus clientes.
El ejemplo de Jesús de Nazaret nos invita a afrontar la adolescencia de una forma diferente a como nos la presenta la mentalidad del bienestar y el consumo: él vuelve a Nazaret, no para usar la casa como pensión, llevando una economía de niño y una vida de adulto, sino para aprender la obediencia y, de esta manera, seguir creciendo en todas las dimensiones de la vida. La gran clave de la educación es la libertad, es decir, la asunción de la propia responsabilidad en todos nuestros actos.
El Nuevo Testamento está lleno de citas en que aparece la obediencia como la gran asignatura que el Hijo del hombre debe aprender: es la gran asignatura de Dios porque es la gran tarea del hombre. La obediencia es la puerta necesaria hacia la verdadera libertad. Quien no ha encontrado nadie a quien obedecer, ninguna causa a la que dedicar su vida haciendo sacrificios, ninguna palabra llegada de fuera que ha tocado en lo más profundo su corazón; quien no ha encontrado ningún rostro en cuya mirada ha descubierto que merece la pena salir de uno mismo, ninguna novedad que le interroga y, por ello, le abre a horizontes llenos de futuro… Quien vive “ensimismado” en sus propios gustos, encerrado en la angostura de sus aspiraciones de siempre, dejará de crecer y perderá el gusto de lo real y el sabor del verdadero amor.
La familia, asumida por el mismo Dios, no es solamente el lugar en el que nacemos y en el que vivimos las necesidades de la infancia: la familia es la clave de nuestra adolescencia, el momento fundamental del “parto” a una vida libre y con sentido. Ese parto, como el que nos dio a luz, es momento de lucha y dificultad: para el adolescente y para los padres; María y José así supieron vivirlo y, por ello, Jesús se convirtió en un hombre adulto maduro que pudo cumplir una misión en nombre del mismo Dios.
La adolescencia es momento de crisis y, por ello, de posibilidades: atreverse a volver a Nazaret, con la mirada puesta en Jerusalén, para aprender el difícil camino de la libertad a través del diálogo obediente con quienes nos aman.