Mis padres a mi edad tenían dos hijos de 6 y 4 años, una casa prácticamente pagada y trabajo estable con un mes de vacaciones. Si hablamos del presente, esto es, quizás, una quimera. Actualmente, sólo el 16,3% de los jóvenes de 18 a 29 años, que representan siete millones en todo el país, tiene la capacidad de vivir de forma independiente, lejos del entorno familiar. Esta cifra contrasta con el 31,9% de emancipación en jóvenes registrado en los países de la Unión Europea, según revela un informe reciente del Observatorio de Emancipación del Consejo de la Juventud correspondiente al primer semestre de 2023.
Algunos malviven bordeando el umbral de la pobreza en las grandes ciudades, porque en ellas destinan más de la mitad de su salario en pagar el alquiler. Acceder a una vivienda en propiedad es prácticamente imposible y la diferencia con las generaciones pasadas en la búsqueda del Dorado de la calidad de vida se acrecienta cada vez más. Por ejemplo, los nacidos en 1955 logaron alcanzar la base de cotización media a los 27 años, mientras que la generación nacida en 1985 ha tenido que esperar hasta los 34 años para lograrlo, y la tendencia sigue en aumento.
Cada generación pasada vislumbraba un futuro prometedor y confiaba en que las condiciones mejorarían. Este optimismo pareció materializarse con la reducción del desempleo, el fortalecimiento de los derechos sociales y una España que parecía estar «donde hay que estar». Sin embargo, todo se desmoronó debido a las directrices de Europa, que determinó que España dependería en gran medida del sector servicios, relegando su industria, el pilar productivo del país, a un segundo plano.
Si volvemos a mis padres, es cierto que no habían visitado ni la mitad de los países que yo, ni tenían smartphones, ni suscripciones a televisiones de pago con contenido infinito, ni se gastaban 100 euros en ir a CrossFit, y otras tantas cosas. Pero tuvieron algo que nosotros no tenemos: verdadera calidad de vida. Esa sólo llega a través de la emancipación y de trabajar para vivir, no de vivir para trabajar. Y si venían hijos, para delante, que podían.
¿Qué pasa con la mayoría? ¿Qué pasa con aquellas generaciones que sí son conscientes de que viven y van a vivir peor que sus padres? ¿Por qué las aspiraciones de esa mayoría -trabajo estable, propiedades, formar familia- son menos que las aspiraciones de las minorías? ¿Acaso no somos merecedores y dignos de una vida mejor que la de nuestros padres? Quizás es mucho pedir tener la aspiración de dejar de sobrevivir para empezar a vivir.