En algunos códices de la Biblia, el Antiguo Testamento finaliza con los doce profetas menores; el último de ellos es el profeta Malaquías. Este libro termina con la promesa de la llegada del Señor y, para preparar su venida, se anuncia la llegada previa del profeta Elías, que tendría como misión principal reconciliar a los padres con los hijos.
Los evangelios aceptan este reto y se sitúan en continuidad con el Antiguo Testamento: Juan Bautista sería Elías precursor, que llama al pueblo a preparar la venida del Mesías, de Dios mismo que vendría a visitar a su pueblo. Una de las claves de esa preparación, inspirándose en Malaquías, es la reconciliación de los padres con los hijos.
El final del Antiguo Testamento, por tanto, nos deja un reto que el Evangelio retoma. El final del año, de la misma manera, también nos presenta este reto, sobre todo a aquellos que nos atrevemos a escuchar la voz de los profetas para encontrar ahí las claves para construir la vida según Dios.
¿Cómo ha sido el año que termina desde el punto de la familia? Es posible que muchas familias se hayan roto durante este período, también serán numerosas las que se han fundado nuevas y otras que se habrán reconciliado.
Uno de los pocos datos que el Evangelio nos da sobre la familia de Nazaret es que Jesús, a los doce años, se perdió en Jerusalén y fue encontrado por sus padres en el templo. Sin comprender mucho sobre su hijo, la familia regresó unida a Nazaret y continuó allí su crecimiento.
No son pocos los adolescentes que se siguen perdiendo, con muchos padres que no dejan de buscar entre la multitud a sus hijos extraviados. Es posible que no los encuentren en el templo, sino en otros lugares muy diferentes. ¿Podrán ser María y José los patronos de tantos padres que sienten haber perdido a sus hijos y no dejan de buscar en el barullo de la gran ciudad? El hijo pródigo también se perdió, pero supo encontrar el camino de regreso a la casa del padre.
Reconciliar a los padres con los hijos: una tarea fundamental para sostener los cimientos de nuestra sociedad y para hacer posible la fe en nuestras familias.
Hemos recordado que el Antiguo Testamento finaliza con una llamada a la reconciliación: la Biblia, precisamente, comenzaba con una historia de ruptura repetida en el corazón de la familia. Adán y Eva rompieron su relación armoniosa por culpa del orgullo; Caín selló la ruptura con su hermano Abel con la muerte, por culpa de la envidia. Más adelante, también se rompieron los pueblos en Babel, por culpa de la soberbia y el orgullo de la ciudad. Algo parecido sucederá entre Isaac e Ismael, hijos de Abraham, y la envidia será también la causante de la ruptura de los hijos de Jacob con su hermano José.
La historia tiende a la ruptura, las tendencias del corazón humano nos tientan por los caminos del orgullo, la avaricia y la envidia, haciendo difícil la convivencia familiar y social. La voz de Dios, en cambio, nos invita a la reconciliación y al establecimiento de vínculos que nos ayudan a crecer como personas y a encontrar la senda de la felicidad.
En la Navidad celebramos que, además de hablarnos, el Señor ha venido a habitar entre nosotros para cumplir aquello que nos pide, para reconstruir desde dentro nuestras relaciones. Él ha querido encarnarse en una familia para ayudarnos a reconstruir la familia y, desde ahí, el resto de nuestras relaciones.
No son pocos los enemigos de la familia, de la persona, a lo largo de toda la historia, comenzando por nuestro propio corazón; pero el Niño de Belén ha apostado por el amor, por la comunión, por la familia: podemos inaugurar el año nuevo con una esperanza fundada en el futuro de nuestras familias.
¡Feliz Año nuevo a todas las familias, sea cual sea la etapa que están viviendo en el camino de la reconciliación!