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Mi historia de querer ser torero, de José Mª Medina, "El Niño del Tentadero"

Las fatigas de un maletilla (VII)

Vuelta a casa, y a Salamanca

Derechazo de "El Niño del Tentadero"
Derechazo de “El Niño del Tentadero”
Julio César Sánchez

Vuelta a casa, y a Salamanca

Dejé Palma del Rio, obligao por la Guardia civil, y llegué a mi casa.

Mi madre, la pobre, llorando. A mi padre no le tenía miedo porque me echó de casa. Pero ahora era distinto. Me había reclamao él.

Total, todo calmao.

Les dije a mis padres que iba a buscar trabajo, pero que iba a seguir con los toros. Y mi madre le dijo a mi padre “Déjalo, que está loco con los toros.” “Mientras trabaje, que siga,” fue su contestación.

“Yo no quiero que me den ustedes de comer. Mañana salgo a buscar trabajo.”

A los tres días estaba trabajando en los albañiles.

Yo cogí fuerza, porque, de echarme de casa meses atrás a mandar buscarme a la Guardia Civil para que volviera iba diferencia. Pensé “Mi padre ya no me echa más.”

Así fue. Yo trabajaba, pero los fines de semana me iba a las capeas de las vacas toreás y los toros embolaos.

Algunas vacas me cogieron para matarme. Por ejemplo en Cheste, me agarró una y me dio la vuelta a la plaza arrastrando porque no se rompía el cinturón por el que me había cogido.

Estas vacas solían tener siete u ocho años y sabían latín.

Para pegarles algún pingüi (pase de escasa sutileza) había que taparse los pies con la muleta y esperarlas mucho a que fueran tras la tela. Después, tú le metías la pierna y cuando embestía le quitabas la pierna. Era la única manera de torearlas. Pero se revolvían en un palmo de terreno.

Aprendí a defenderme con esas vacas, en parte viendo al Melenas y al Trueno de Almería. Eran dos fenómenos con las vacas toreás.

Un día, mientras entrenaba en la plaza de Valencia, vi que estaban embarcando un toro. Les pregunté que para dónde iba el toro y me contestaron que para Vall D’Uxó, que lo echaban ese día para las calles.

Allí que me fui, con el gran amigo Manolo Sevilla.

Total, que llegamos a Vall D’Uxó, y echaron el toro, que era de Manuel Benítez, por cierto.

Era un sobrero de las Fallas. Lo echaron por las calles por la tarde y, en una plaza de tierra, lo paré con la muleta. Madre mía, cómo embestía por los dos pitones.

Le pegué veinte o veinticinco muletazos de arte puro en cinco tandas. “Toma la muleta Manolo”, le dije a mi amigo. Pero Manolo no quiso salir.

Cuando acabó la capea la gente del pueblo me quería comer. Me decían cosas muy bonitas. Que iba a ser un gran torero. Pero me daba pena de ver a mi amigo muy serio por no salir al toro.

Al mes de torear ese toro, los del ayuntamiento de Vall D’Uxó fueron a Valencia, al Club Taurino, preguntando por mí para darme una novillada en Castellón. Pero la mala follá fue que en aquel momento yo estaba por las capeas de Madrid y Guadalajara, y no me enteré.

Cuando volví a Valencia en el mes de octubre para coger naranjas me lo dijeron. Qué mala suerte la mía.

Estuve todo el invierno cortando naranjas. Y para los carnavales me fui por segunda vez a Ciudad Rodrigo, a Salamanca.

No tenía que haber ido. Había cuarenta maletillas allí.

Estuve tres días y pegaría en total diez muletazos. Qué ruina, señor. Encima, un toro recién salío me pegó una voltereta.

En aquellos días me pasaron dos cosas que ahora me parecen graciosas, pero en aquellos entonces no me hicieron tanta gracia.

Yo andaba en Salamanca, tieso. Pero tieso de todo; sobre todo de dinero y de frío. Dormía en la estación cuando me dejaban.

Un día cogí un tren para ir a Ciudad Rodrigo. Era un expreso, y no llevaba billete, para no perder la costumbre. Me metí en un departamento. Al subir, a la espalda, de la parte de arriba salía un calorcito muy bueno, y yo, que estaba muerto de frío, me quedé dormido.

Me desperté pasado un tiempo porque el tren estaba parado y hacía frío. No había nadie en el departamento. El tren había llegado a su destino.

Me tiré del vagón y miré a ver qué estación era. Oporto, ponía en un cartel.

¡Entonces estaba en Oporto, Portugal! ¡Y yo quería ir a Ciudad Rodrigo! ¡Me había pasado doscientos kilómetros, y no tenía ni un duro! Aunque bueno, allí la moneda eran escudos.

Yo no había estado nunca en Portugal. Qué ruina. Sin dinero, en Oporto y muerto de frío y hambre. Pensaba mil cosas a vez.

Era de noche. Serían las dos de la madrugada. Me metí para la estación. Andé por las vías buscando algún sitio para dormir. Vi un vagón solo y me dije “Aquí va a ser.”

Estaba en una vía muerta. Pensé “Este no se lo llevan.”

Me subí, entré y me tumbé en un asiento. Puse encima la muleta y me quedé dormido.

De repente, mientras dormía, escuché un ruido grandísimo, como una bomba.

Cogí los trastos y salí corriendo por el pasillo. Había una humareda que no se veía .

Tropecé con algo pero por fin conseguí salir del tren.

Nada más saltar tenía encima a dos carabineros. Eran algo así como los guardias civiles portugueses. Apuntándome con las escopetas me preguntaban que si era terrorista.

Yo les enseñaba la muleta. Les decía que era maletilla, y daba pases para demostrarles que era torero.

Menuda escena. Ellos con las escopetas y yo toreando.

Cuando se fue el humo del vagón uno subió al tren y el otro se quedó apuntándome.

El que subió al poco rato bajó sonriendo. Qué alegría me dio. Hablaba un poco español. Le dijo al otro carabinero que habían soltado el vagón, que se había caído un extintor y que por eso salía polvareda.

Me pidieron la documentación. Me miraron lo que llevaba. Vieron la muleta y fotos mías toreando. Cuando vieron que era torero no veas qué cambio pegaron.

Me pidieron que toreara, y vaya si toreé. Eso fue para haberlo grabao.

Dejaron las escopetas en el suelo, me cogieron la muleta, se vinieron arriba y se pusieron a torear ellos también.

Serían las cuatro de la madrugada. Se pasaban la muleta el uno al otro y no paraban de dar pases. No me lo podía creer.

Me abrazaron y  me llevaron a una cafetería. Me invitaron a un bocadillo y a un vino portugués. Era tinto y amargaba un poco. Después, un café con leche. Que café más bueno, Dios mío. Pero me pidieron que me fuera de la estación porque si no, les podían echar la bronca a ellos.

Me dieron algunos escudos. Me despedí de ellos y me dieron un abrazo.

Y yo pensaba “Madre mía, he pasado de estar a punto de que me pegaran un tiro a casi acabar firmándoles un autógrafo.” Qué cosas.

Salí de la estación y había un parque cerca. Y allí me acosté, en un banco. Hasta que amaneció y me levanté. Tenía mucho frío.

Busqué un bar para tomarme un café con los escudos que me habían dado los carabineros.

Muy cerca había uno abierto. Me tomé un café con leche y unas madalenas. Pagué, y todavía me quedaron unos cuantos escudos.

Pregunté el camino para volver a España, y medio en portugués medio en español, me dijeron que tenía que ir para un cruce, a tres o cuatro kilómetros.

En Oporto luego me enteré de que hablaban bastante español porque había mucho turismo. A mí me vino fenomenal.

Salí andando con el maco al hombro hasta el cruce que ponía España-Salamanca.

No sé si ponía trescientos y pico kilómetros, no me acuerdo bien.

Llegué al cruce algo cansado pero me entró mucha alegría al ver el cartel de España.

Me senté relajado a hacer dedo hasta que me parara alguno que fuera para Salamanca o para Ciudad Rodrigo.

Pasaron cinco o seis coches y no pararon, pero al poco tiempo pasó un camión, matrícula de Bilbao. Paró, me subí, y el camionero me empezó a preguntar que de dónde era y le conté lo que me había pasado.

Le conté la verdad. “He cogido un tren en Salamanca, sin billete, para ir a Ciudad Rodrigo, y me he acostado en un sitio del tren que hacía mucha calor, me he quedao dormío, y cuando me he despertado, estaba en Oporto.”

Se empezó a reír. No hacía más que mirarme y reír.

Era vasco. Muy alto y con barba. Empezó a decirme que yo iba a ser como El Cordobés, que le gustaban los toros y que tenía un abono en la feria de Bilbao.

Por fin llegamos a la frontera. Ya estábamos en España. Qué alegría.

Paró para echar gasoil y comer.” Le dije “Yo te espero aquí.” Y me respondió “No hombre, tú te vienes a comer conmigo. ¿Cómo te vas a quedar sin comer?”

No hacía más que preguntarme cosas, y yo lo que quería era asegurarme de que, para ir a Bilbao, tuviera que pasar por Salamanca. Y él siempre me contestaba que sí, que estuviera tranquilo.

Me hizo mil preguntas. Me miraba y se reía. Yo me preguntaba “¿Me habrá visto cara de cómico?”

Llegamos a Salamanca. Me pidió que le firmara un autógrafo. No paraba de decirme que iba a ser como El Cordobés.

Me dio mil pesetas, me deseó suerte y me dijo “De aquí a tres años te veré en la feria de Bilbao y te enseñaré este autógrafo. Ya lo verás.”

Qué moral me dio este camionero vasco.

Le deseé buen viaje, y le agradecí que me hubiera ayudado.

Llegué a Salamanca. Sería media tarde.

Yo ya la conocía. Fui a buscar una pensión con las mil pesetas que me dio el vasco, y encontré una por debajo de la Plaza Mayor. Me costó trescientas pesetas. Todavía me quedaban setecientas.

En esa pensión estuve un mes sin dinero, porque al dueño le decía “Tal día te pago, que me manda mi madre un giro.”

Llegó el día señalado, y la noche de antes me lo recordó el dueño de la pensión. Le dije “No se preocupe usté, que mañana voy a cobrar el giro y le pago.” Y me acosté, para que no desconfiara.

De madrugada, a las tres o las cuatro, sin  meter ruido, tiré las cosas a la calle por la ventana y luego me tiré yo. Era un primer piso. Salí rápido pero no corriendo, para que no se mosqueara si me veía alguien.

Me salí a las afueras de Salamanca, dirección Ciudad Rodrigo, y a un kilómetro vi un pajar. Allí pasé la noche.

Por la mañana me fui para Salamanca, pero sin que se me viera mucho.

Fui a dejar el maco en un bar en el que me conocía el hombre. El bar se llamaba Jauja. Estaba enfrente del Gran Hotel. Allí me guardó el camarero los trastos para no dar la nota por Salamanca con el maco al hombro.

Pasó el tiempo y no me molestó nadie.

Pero yo no iba por los sitios que iba la gente del toro. Eso sí, cuando ya pasaron diez o doce días de lo de la pensión, llevaba una vida normal. Se ve que el dueño dijo “Vamos a dejar al desgraciao este, porque cuando se ha tirao por el balcón, cómo estaría de desesperao…”

Pasé meses en Salamanca; malísimos de frío, hambre y poco torear. Porque esa es otra; en Salamanca es difícil enterarte de los tentaderos, y más sin tener coche, como era mi caso. No tenía ni coche, ni carnet de conducir (todavía tampoco lo tengo y ya dudo que me lo saque)… Lo cierto es que no tenía casi nada más que mucha afición.

Pasaba los días sin comer, y de dormir, unos días dormía en el pajar de la carretera de Ciudad Rodrigo, y otras algún novillero me metía en su habitación, pero durmiendo en el suelo.

Solo había una cama, la suya, y yo en suelo. Y encima agradecío. Eso sí, tenía que irme temprano para que no me pillara el dueño. O sea, ruina pura.

Así pase meses, hasta que un día me hablaron de una capea de Zamora. El pueblo se llamaba Vallesa de Guareña. Y para allá que me fui.

Recuerdo que había seis o siete maletillas, entre ellos Paco Lucena, El Lobo, El Peque de Béjar, El Suso y algunos más. Soltaban dos toros con cinco años y dos vacas viejas.

Salió el primer toro. Lo vi rematar en los carros y dije “Este va a ser bueno.”

Cuando vino para mí me puse para pegarle un estatuario y algún julai le sacó por debajo del carro un saco antes de llegar el toro a mí.

No pude rectificar y me pegó una voltereta tremenda. Me quedé sin conocimiento.

Me llevaron a Salamanca, aunque la capea era en un pueblo de Zamora.

Según me dijeron, llegué a Salamanca anocheciendo.

Me desperté al día siguiente. Empecé a mirar para los lados, y vi que no tenía puesto el suero en el brazo. Todavía tenía la memoria perdía, pero ya la había recuperado un poco.

Seguí mirando y vi que había un hombre mayor en la cama de al lado.

Poco a poco fui cogiendo conocimiento, pero no me acordaba de por qué estaba allí.

Pensaba muchas cosas; pensaba que me había pillado un coche, o que habría tenido una pelea… Menos en el toro, pensaba en muchas causas.

Al rato le pregunté al hombre mayor “¿Sabe usté por qué estoy aquí?” Me dijo “Ayer, cuando te trajeron, le pregunté a un enfermero que qué te había pasado, y me dijo que te había cogido un toro en un pueblo de Zamora.”

Ahí empecé a recordar que el toro me había cogido por el julai que había sacado el saco.

Empecé a maldecir al hijo de puta aquel. Me decía “Qué mala follá tengo. Que me coja un toro de esa manera por culpa de un cabronazo que mueve un saco.”

En fin, que pasé dos semanas en el hospital de Salamanca, en Observación.

Me daban de comer muy bien, y claro, yo pensaba “De aquí no salgo. Con lo bien que se come.” Pero claro, con razón se comía bien.

Pasando el tiempo, cuando salí del hospital, llamé a mi madre y me dijo que había llegado una carta que decía que tenía que pagar 32.000 pesetas al hospital de Salamanca, porque me tomaron por espontáneo.

A los que no saben de toros les diré que eso es de risa.

En una capea puede salir todo el que quiera y hay un director de lidia. El ayuntamiento saca un permiso que cubre por si coge algún toro a alguien. O sea, que mi cogida la tenía que pagar el pueblo, que para eso se pagan los seguros, por si cogen a quien sea.

Le dije a mi pobre madre “No se le ocurra a usté pagarla. Ponga usté atención lo que le voy a decir. Si van otra vez, dígales que no saben nada de mí, que no se hablan conmigo, que ando de maletilla, durmiendo en los pajares.”

Y ya, de mala hostia, le dije a mi madre que si iban otra vez, que me buscaran por los pajares de España, que es donde duermo.

Me gustó lo que me contestó mi madre. Me dijo “Si nosotros no vamos a pagarles. Ya tienes dieciocho años. Ya te apañarás si te meten en la cárcel.” Pero eso no podía pasar, según el reglamento taurino. 

Antes de darme el alta en el hospital, llegó un enfermero y empezó a tomarme medidas en el cuello.

Le pregunté que qué estaba haciendo, y me dijo que tomándome medidas para ponerme un collarín. “El collarín cuesta 5.000 pesetas”, me informó. Le contesté, con guasa, “¡No he visto 5.000 pesetas juntas en mi vida!”

Dejó de tomarme medidas, y me dijo que eso no lo pagaba el hospital. Que era una empresa aparte. Así que, nada de collarines.

Y bueno, ahora viene el problema grande.

Salgo del hospital de Salamanca después de estar dos semanas en Observación. Me voy a la calle medio mareao y sin un duro. Telarañas en los bolsillos. Pensé “Señor, qué ruina. De esta no salgo. Flojo, tambaleándome y sin un duro.”

El parte médico decía “Magullamiento de vértebras y cervicales.” Iba por la calle y me tenía que parar la cabeza me daba vueltas. La gente me miraba pensando “Vaya colocón que lleva el chaval ese.”

Total, como pude llegué a la Plaza Mayor. Saludé a algunos de los que estuvieron donde me cogió el toro. Todos me decían lo mismo. “Dale gracias a Dios de que estés vivo. No he visto subir un torero más alto, y luego, contra los carros, te tiró cuatro o cinco derrotes para matarte. Anda, tómate un güisqui para celebrarlo,” me decía El Lobo. Y yo le contesté “No tengo ni para un café, imagínate para un güisqui.”

“Vente”, me dijo.

Entramos en una cafetería de la Plaza Mayor. Se llamaba Las Torres. “Tómate un café y pídete una tostada, pero no puedo dejarte dinero porque yo tampoco ando bien.” “Le dije “Gracias Paco”, porque El Lobo se llamaba Paco Campo.

A continuación venía otro problema gordo.

No tenía un duro y me había mareado. “Pero señor –decía yo- ¿dónde voy a comer, dónde voy a cenar, dónde voy a dormir?” Pensaba mil cosas, y ya por la tarde se me vino una idea a la cabeza.

Yo conocía bien el barrio chino de Salamanca. Estaba a un kilómetro o por ahí. Era un barrio muy viejo. Tenía las calles de tierra y muy poca luz por las calles.

Las lumis –las prostitutas en payo-  estaban en los bares. Llegaban los hombres y salían fuera para irse a los pisos. Hacían sus cosas, y después volvían al bar.

Como ya he dicho, las calles eran de tierra y había muy poquita luz.

Yo ya conocía ese barrio. En los bares ponían música de El Fari, Manolo Escobar y, sobre todo, Rafael Farina, que era de Salamanca. Cosas así.

Se me encendió la bombilla y pensé “Me voy para el barrio chino, a las dos o tres de la madrugada, que está la gente medio borracha, y cuando salga la lumi de chivar –follar en payo- y vaya hacia el bar, como hay poca luz, en el trayecto del piso al bar le pego un tirón al bolso y salgo de naja”.

No tenía otra opción. Tenía que chorar –en payo robar-. Pero lo pensaba y me venía abajo, porque también andaban por allí controlando los calós –gitanos en payo- y yo pensaba “Esta noche, o me pegan tres navajazos o me llevo un bolso.”

No tenía otra opción. Tenía que robar. Esa noche me iba a jugar la cárcel, tres navajazos o morir de frío.

Hice tiempo, y a las dos o las tres me fui para allá.

Llegué al barrio chino con mucho cuidado. Iba por las calles más oscuras.

Había dos bares abiertos y hacía mucho frío.

Hubo un momento en que no había nadie por la calle, seguramente por la hora que era y el frío que hacía.

Cogí una piedra y rompí una bombilla de una farola. Por donde pasaba iba con la cabeza agachá para que no me viera nadie la cara.

Me estaba jugando un navajazo, la vida o el talego, que para mí era peor que morir.

Estoy escribiendo esto y estoy temblando por recordar lo mucho que me jugaba esa noche. Conseguir algo de dinero robando o morirme de frío y hambre.

Llegó el momento. Salió una lumi. Antes había salido el tío y se había metido en el bar. Fui detrás de ella y le pegué el tirón al bolso.

Madre mía la que formó.

Repetía sin parar “¡Al ladrón, al ladrón!”

Yo corría agachao para que no se diera cuenta si era alto o bajo. Se revolucionó todo el barrio chino.

Cuando me fui por calles distintas ya no corría para no hacer sospechar.

En tres minutos salí de allí.

Solo había un camino para ir a Salamanca. Salí al camino. Estaba a oscuras. Abrí el bolso y había 10.500 pesetas, que, en aquellos tiempos, era suficiente para vivir dos meses.

Escondí el bolso, pero, como buen maletilla, en vez de irme por el camino, me fui campo a través.

Los gitanos saben mucho. Los maletillas también.

Mientras iba por el campo vi varios coches. Seguro que eran los gitanos que me buscaban, pero yo iba por mitad del campo.

Dice un refrán muy antiguo que “Sabe más el hambriento que un abogao.” Y los gitanos estaban hartos de comer, y yo muerto de hambre. Sabía más que ellos.

Llegué a Salamanca, pero no fui por el camino, sino rodeando para entrar por el otro lado con el fin de no meterme en la boca del lobo.

Entré en Salamanca relajado a medias.

Yo sabía que los gitanos no irían a la policía. Ellos arreglan sus cosas a su manera. Nunca llaman a la policía.

En aquel momento yo no tenía miedo a la policía. Tenía miedo a los gitanos.

Si aquella noche me pillan, madre mía, me matan seguro. Pero esa noche fui más listo que ellos.

Un montón de gitanos detrás de mí, y yo durmiendo en una pensión con los dineros de la lumi, que luego iban a ser de los gitanos.

Pero no. Ese dinero fue para mí. Que falta me hacía.

Esa noche fui más listo que los calós.

Entré en Salamanca por la parte contraria donde estaban las lumis, y lo hice todo fetén. Busqué una pensión. Se llamaba La Zamorana y estaba por la zona de la plaza de toros.

El maco lo tenía por la Plaza Mayor. En el bar Jauja.

Dormí tranquilo. Yo sabía que en las pensiones, al día siguiente, cuando ocurría algún altercado, llevaban a comisaría a todos los que habían dormido allí. Pero también tenía la seguridad de que los gitanos no iban a ir a comisaría a denunciar, porque los gitanos estaban casi todos fichados.

Total, que me levanté a las nueve o las diez. Le pagué al hombre de la pensión, y me fui a por el maco, siempre por calles por las que pasaba poca gente.

También me tranquilizaba pensar que cuando le quité el bolso a la lumi no me vio nadie más que ella, pero estaba de espaldas, había poca luz, y además corría agachao.

Aparte, en un minuto crucé tres esquinas, o sea, si la lumi me hubiera visto al día siguiente habría sido imposible que me reconociera. Por eso dormí bien.

Fui al bar donde tenía el maco. Desayuné. Cogí mis trastos y me fui a la estación del tren, para irme a Madrid.

Sabía que en las estaciones había policías secretas y nacionales, pero yo, la verdad, iba tranquilo. No me podían reconocer y sabía que los gitanos no habrían ido a la policía.

Pero no quería seguir en Salamanca por si las moscas, y no creo que hubiera muchas moscas con el frío que hacía.

Cuando llegué a la estación pregunté, y faltaba una hora para salir el tren.

Saqué el billete, de las pocas veces que compré uno, y al salir de comprarlo me quedé frío, y no era por el frío que hacía, sino porque vi una familia de gitanos venir de frente. Pero pronto me relajé, porque llevaban muchos críos pequeños y ellos también iban relajaos.

En ese momento vi en la estación a Camarón de la Isla, que era –y sigue siendo- mi ídolo. Me emocioné, pero me mosqueaba a la mínima. No pude disfrutar aquel momento. Veía a un gitano y parecía que veía al diablo. Y eso que me caen bien los calós. Y lo digo de corazón. Tienen mucho arte.

Pero aquella noche tuve yo más arte que ellos.

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