En la antigüedad era muy frecuente la aplicación a los reyes de la metáfora del pastor. Ellos son los que han de conducir al pueblo por los difíciles caminos de la existencia. Por eso era tan importante gozar de buenos dirigentes: el futuro del rebaño estaba, en gran medida, en sus manos.
Por otro lado, los reyes tenían también la prerrogativa de representar al pueblo en todas sus dimensiones. Eran ellos los verdaderos sacerdotes ante la divinidad; más tarde, fueron delegando esa función en la institución de los sacerdotes. También tenían ellos la potestad de juzgar, pero se fueron instituyendo jueces –como sucedió con Israel en el desierto, en tiempos de Moisés– que representaban la autoridad del rey. Con el tiempo, estas delegaciones se convirtieron en separación total que, entre otras cosas, ayudó a la libertad de los súbditos.
La simbología del rey, que es pastor y juez, también se aplicó a Dios en las culturas antiguas. En este domingo, la Iglesia lo aplica a Jesús de Nazaret resucitado. Él ha sido constituido Señor tras haber pasado por la experiencia del Siervo. Él ha llegado a ser Pastor después de haber sido degollado como Cordero llevado al matadero. Él ha llegado a ser Juez universal tras haber sido juzgado por dos tribunales en la ciudad de Jerusalén.
Resucitado con las heridas de la cruz, Pastor con la figura eterna del Cordero, Juez porque es solidario por siempre de las víctimas, de todos aquellos que tienen “hambre y sed de la justicia”; Rey, porque se ha puesto a los pies de sus súbditos y les ha lavado los pies.
La simbología del Pastor significa, ante todo, que estamos en camino y no avanzamos solos. Significa, también, que somos ovejas que se extravían a menudo, pero que el dueño del rebaño nunca descansará si estamos perdidos. El cuidado por todos, la solicitud por los que se pierden, la guía segura hacia pastos de abundancia y fuentes tranquilas: ahí están las claves del Pastor que Dios nos ha regalado. Amor que precede, misericordia sin descanso, búsqueda infatigable por todos los rincones.
La simbología del Rey significa, sobre todo, la importancia de la autoridad. Nuestras relaciones están ordenadas, tienen sentido y base, están sostenidas por la autoridad de un rey que gobierna y defiende. Además de caminantes, somos ciudad habitada, ciudadanos de un reino, sociedad compleja. Esta sociedad tampoco está sola; el caos y la injusticia están siempre a las puertas de la ciudad, o la habitan bien dentro; pero no son lo definitivo: hay orden, hay autoridad, estamos en buenas manos.
Las decisiones tienen consecuencias
La simbología del Juez nos habla de discernimiento, de responsabilidad; existen el bien y el mal, y podemos conocerlos. Somos libres, nuestras decisiones tienen consecuencias. El juicio significa, ante todo, que las consecuencias del mal revierten principalmente sobre quienes lo cometen; la víctima definitiva es el verdugo. Los inocentes son reivindicados y la verdad resplandece.
El discernimiento del Juez –nos recuerda el Evangelio– es un acto del Pastor. No se pueden separar ambas dimensiones. Porque nos cuida como Pastor, Jesús discierne nuestros actos como Juez; porque nos ama, nos exige; porque siembra, espera recoger los frutos.
Juzgar es separar, distinguir, purificar. El juicio empieza ya, necesitamos que comience cuanto antes. Queremos separar en nosotros la cizaña del trigo, el metal de la ganga. Solo al final llegará la separación definitiva, el juicio final, la sanación completa; pero queremos caminar ya despojándonos de lo que nos estorba, de cuanto no pertenece a nuestra dignidad de personas.
Queremos, sobre todo, orientar nuestras vidas a lo que más nos humaniza: la búsqueda del Rey entre sus súbditos más humildes y olvidados, la ayuda al Señor entre los últimos siervos. El Pastor se identifica con el rebaño y quiere despertar en nosotros el amor.