Durante los días de Navidad no solo abundan las luces y las fiestas de colegios y empresas: se multiplican también las actividades solidarias por parte de muchas personas y grupos. Una de las características de estas actividades es que hacen bien a todos: a los destinatarios y a aquellos que las realizan. Muchos de nosotros tenemos la suerte de participar en varias de estas actividades y podemos ser testigos del gozo que llena el alma cuando se ayuda a los demás. La alegría brota como fruto maduro cuando las personas se encuentran y se ayudan; la alegría es fruto del amor.
Aquí radica una de las claves de la Navidad: salir para ayudar y hacer brotar la alegría entre las personas. Es lo que hizo Dios, el primero, con todos nosotros: ha salido de su eternidad para servirnos y llenar de alegría nuestros caminos. Como él, también nosotros podemos ser sembradores de alegría; una alegría que es mayor cuanto más sencillas son las cosas que hacemos y menos importantes son las personas a las que ayudamos.
La celebración de la Navidad nos recuerda que, en el fondo, la vida es una gran Belén viviente que todos representamos día a día.
Estando con un grupo de discapacitados físicos, les preguntaba quiénes querían ser ellos si estuvieran en el misterio de Belén. Algunos, querían ser ángeles; otros, magos llegados de lejos; la mayoría, pastorcillos que se acercan a adorar… ¿Quién querría ser yo en este Belén viviente que empezó hace dos mil años y se prolonga en la historia?
Ayer, celebrando la eucaristía en una residencia de ancianos, una familia nos acompañó y preparó las canciones para darle un tono festivo y profundamente litúrgico a la celebración. En esa eucaristía, estábamos también representando un Belén viviente. Los ancianos eran los pastorcillos, los primeros y más privilegiados destinatarios del misterio. El matrimonio con sus tres hijos, gracias a sus voces, fueron enviados como ángeles para poner un tono de alegría en el portal y ayudarnos a alabar a Dios por su presencia entre nosotros. También hubo pañales: el corporal blanco, extendido sobre la mesa del altar, representa los pañales en los que María envolvió al niño. Yo tenía la suerte de ser Iglesia-María, que envolvía al Niño, con forma de pan, en esos pañales limpios para que fuera adorado por los pastores, con los ángeles cantando a nuestro lado.
Los pastores de hoy somos más privilegiados que los de Belén: ellos no pudieron comer al Niño que nacía; nosotros, sí. De la eucaristía se puede salir más llenos de Dios que de Belén: la presencia de Dios se ha hecho cotidiana entre nosotros, para siempre.
¿Quiénes son los ángeles que Dios ha puesto en nuestro camino para que descubramos la alegría y aprendamos a alabar a Dios, a mirar al cielo con agradecimiento? Seguro que existen, numerosos, pero no siempre sabemos escuchar su voz y reconocer su presencia.
¿He sido yo también ángel para los demás? ¿He ayudado a mirar a Dios, a darle gracias y a llenar la vida de la gente con la sencilla y auténtica alegría de Belén?
¿Está la Iglesia viviendo este misterio con dedicación y sencillez suficiente? ¿Dónde ponemos al Niño, al Dios con nosotros, para que la gente crea en él y lo adore? ¿En qué pesebre y en qué pañales está envolviendo nuestra pastoral al Hijo de Dios para que puedan acceder a él los pastores sencillos de cerca y los magos sabios de lejos?
¿Son nuestras eucaristías Belén viviente en el que se puede reconocer a Dios? ¿Se parece a Belén la nueva evangelización, los esfuerzos que hacemos para que todos se sientan invitados al pequeño y sublime misterio de nuestra salvación?
La Navidad no es solo un momento para celebrar, una fecha en el calendario, sino un modo de vivir y de creer, una forma de situarse ante la vida, como hombres y como creyentes, como discípulos y como misioneros. Ojalá que vivamos la Natividad del Hijo de Dios desde dentro, como miembros del Misterio: hay un lugar para cada uno de nosotros a los pies del pesebre.
¡Feliz Navidad!