El 10 de febrero la parte más sana de la sociedad española pidió al Presidente Sánchez, el primer presidente de esta democracia parlamentaria no elegido entre el partido más votado, que convocase inmediatas elecciones ante la deriva peligrosísima que está tomando la cuestión catalana, la ruptura de la unidad nacional y ante las indignas y traidoras acciones que ejecuta para mantenerse en el poder. Los pocos que aún casi inverosímilmente lo apoyan se parecen a aquellos egipcios que adoraban por Dios a la cebolla.
La Plaza de Colón y alrededores albergaron medio millón de españoles que defendieron con sus banderas de ímpetu tremolante el honor de la Nación en una mañana fría. Y hasta las bocas de piedra de las estatuas de los hombres ilustres de la vecina Biblioteca Nacional, como Vives o San Isidoro de Sevilla, vitorearon a la Nación. El propio San Isidoro leyó su Elogio a España. Y es que como nos enseña la obra de François Guizot, cuando se trata de la patria no se puede separar el pasado del presente. Y los vítores a España de vivos y muertos se simultanearon con las aclamaciones al Rey, con una estética casi de co-soberanía, de monarquía cartista, cuya estética en esta hora de España se agradece mucho.
Pero todo parece indicar que este siniestro presidente no dimitirá sino que tendrá que ser defenestrado, aunque revista su salida por la ventana con una convocatoria electoral. La dimisión presupone la conciencia ética que el Sr. Sánchez nunca ha tenido, ni ante España, ni ante su propio partido. El padre del estoicismo, Crisipo, recordaba en un texto encontrado en los excerpta philosophorum, del Cod. Coislin, 387, que una vez la Pitia ordenó a un político suicidarse por su propia ciudad, ya que la ciudad se estaba destruyendo por las malas decisiones que tomaba aquel político. Entre los estoicos suicidarse por causas como ésta no sólo no era reprochable en absoluto, sino que indicaba la santidad del suicida. Los españoles no exigen tanto como la Pitia, no desean que nuestro joven presidente se suicide, ni siquiera que dimita, sólo que cumpla su palabra y convoque elecciones.
A Sánchez, definitivamente, los astros le son contrarios. Ni lo quieren los españoles ni su partido. Podría decir, como el gran filósofo judío español Abraham Ben Meir Ezra, lo siguiente: “Estoy seguro de que si me dedicase a vender mortajas no se moriría nadie, y si vendiese velas, el sol no se pondría nunca”. Su deshonor no tiene límites.
Con los Presupuestos Sánchez ha tratado sin éxito de comprar la continuación de su indigno poder a los enemigos más acérrimos de España, incluso a aquellos que tienen las manos manchadas de sangre inocente de buenos españoles. No puede comprar su poder con honor, sino con el oro sacado de todos los españoles. Esperemos que el día de mañana España no tenga que comprar su libertad con el hierro, como en la época de la gloriosa Roma republicana del heroico Camilo.
En realidad, la concentración en Colón, no se hacía por Sánchez, paradigma esperpéntico del moderno marxismo cultural, toda vez que ha llegado al gobierno mercadeando los votos de los diputados venales en el Parlamento y, por ende, de espaldas al cuerpo electoral, le importa una higa lo que diga el pueblo español movilizado en las calles de España; él sabe muy bien cómo comprar los votos de los diputados, que vale más la pela que los deseos tontos y anticuados de unos comitentes que no quieren perder su identidad nacional.
La concentración en Colón, que transcendió los intereses partidarios, se hizo como ejercicio urgente de la conciencia nacional, hebetada con tanta falsedad y deshonor en los últimos ocho meses. La movilización en Colón se hizo por la terapia urgente que necesita ya nuestro gentilicio. De este modo, afirmar sólo que nos manifestamos para poner límite al gobierno indigno de Sánchez, instaurado sin la aquiescencia de los ciudadanos, no pasa de ser una gedeonada.
En realidad, este suceso va más allá del interés político inmediato. No sólo hay que analizar su haz, sino su fondo. Se trata de restablecer los valores que protegen la patria y la comunidad española, desguarnecidos desde hace más de cuarenta años. El franquismo era un régimen autoritario incompatible con la idea de la libertad política, pero no todos los sentimientos políticos que albergaban los españoles en la época de Franco pueden ser debelados. Sencillamente porque hay sentimientos, llenos de dignidad y de honor, como el amor a la patria, que no son exclusivos de ningún régimen político, en cuanto que son prepolíticos, y radicalmente esenciales para la continuidad histórica de la Nación.
Y quizás sea el renacimiento de estos sentimientos sustanciales, acordes con el instinto de supervivencia nacional, lo más grande que tuvo la movilización del segundo domingo de San José, y en donde los elementos paisanos eran más importantes que los de los partidos, muy frecuentemente enhebrados hasta los tuétanos de aduladores babosos del poder de última hora. Españoles agrupados en familias fuimos alegres y alborozados a defender la unidad de nuestra España, la unidad de la Nación. La Nación, la familia, segundo domingo de San José…