En san Juan, en cambio, se habla poco del Reino de Dios, apenas un par de veces, en el diálogo con Nicodemo. Muchos piensan que el tema del Reino de Dios tiene su paralelo en el tema de la vida eterna para el cuarto evangelio. Son dos “ámbitos” que representan la misma realidad, desde perspectivas distintas: el Reinado de Dios inisiste más en el aspecto social, público, histórico, de restablecimiento de la justicia y reivindicación de los maltratados de toda la historia. La vida eterna, en cambio, insiste más en la dimensión personal, en una mayor vinculación a Dios mismo: vivir su misma vida, ahora y para siempre.
Por eso, el tema del Reino no está expresado en san Juan solo mediante la realidad de la vida eterna: Jesús habla, sobre todo del Padre, de su Padre. La “vida eterna” se correspondería con el “Reino”; el Padre, por otro lado, se correspondería con “de Dios”. Reino – de Dios / Vida eterna – el Padre.
Cuando habla del Reino, Jesús muestra también su propia identidad en relación con este Reino: es algo más que el profeta que lo anuncia, lo está instaurando; y él mismo aparecerá como el rey de este nuevo Reino.
Lo mismo sucede con la vida eterna y con el Padre. Al hablar de vida eterna, Jesús también se está revelando a sí mismo y su tarea de mediador para que los creyentes puedan acceder a esa vida que él nos promete y nos trae. Por eso, él es “el pan de vida”, “la luz de la vida”, “la resurrección y la vida”, “el camino verdadero que nos conduce a la vida”, “el Pastor” que, dando la vida por nosotros, nos lleva a los pastos de vida. Él ha sido enviado “para que tengamos vida y la tengamos en abundancia”.
La vida eterna no es solo la vida futura, que nos espera más allá de la muerte; de la misma manera que “el Reino” no es solo una realidad futura más allá de esta historia. El Reino tiene que ver con nuestro mundo, es sembrado aquí, aunque se plenificará más allá del tiempo. Lo mismo la vida eterna: es la vida misma de Dios que el creyente puede experimentar ya en el presente y, desde ahí, esperar con fundamento la vida sin fin.
A menudo, parece que las circunstancias de la vida, las dificultades del camino, la propia enfermedad, nuestros temores más ocultos, nos van quitando la vida. ¿Es posible vivir, en medio de todo esto, una vida plena, divina, eterna, luminosa? Eso nos ha asegurado Jesús de Nazaret: creer en él es la clave, vincularnos a su persona, escuchar su palabra, comer su pan, dejar que su luz nos limpie la mirada.
Seguramente, será siempre una vida plena vivida en el misterio: no exenta de paradojas, de derrotas; recordemos que, para san Juan, la gloria del Hijo de Dios se manifiesta en la cruz.
Además de situarse frente a la vida, Jesús también se sitúa frente al Padre. Revelando a Dios como Padre, Jesús se nos presenta como Hijo único, amado, enviado. Del Padre viene y al Padre retorna, habla lo que el Padre le dice, obra lo que el Padre le ha mandado, vive y respira cada día de su relación con el Padre.
Por eso, para poder acceder a Dios no hay más camino que Jesús. Para poder conocer el rostro de Dios debemos aprender a mirar a los ojos a Jesús, su Hijo.
Aprendemos, con Tomás, que Jesús es Camino hacia Dios; aprendemos, con Felipe, que Jesús es Rostro de Dios. Para ir a Dios y para ver a Dios nos ha sido dado un camino y un rostro, una persona que camina entre nosotros.
Cuando el presente es difícil y el futuro incierto, seguimos buscando el cuerpo de Jesús: su rostro y sus pies nos llevan a Dios y nos llenan de vida.