Es legítimo y digno de alabanza, el sentimiento patrio que cada uno llevamos dentro. Pero ese sentimiento tiene diferentes formas de expresarse, de exteriorizase. No hay porqué renunciar a sus gentes, a su cultura, a sus costumbres, a sus símbolos. Pero ese sentido nacionalista, -sin ser malo-, en una sociedad avanzada, resulta insuficiente y arcaico. Yo no quiero mostrar mi nacionalismo con la exhibición en balcones y plazas de mi bandera. Quiero un sentido patrio que vaya dirigido a algo mucho más profundo, algo que de verdad me identifique como el ciudadano de una patria que luche por defender los derechos sociales, que luche contra la desigualdad.
Limitándonos a los conflictos que el nacionalismo mal entendido ha ocasionado en España podríamos deducir que ha sido por aplicar al nacionalismo un concepto y una actitud fanática. Ahí es donde debemos avanzar. Pobre orgullo si lo limitamos a la grandeza del “Imperio español”, y más pobre aún si ese sentido supremacista lo reducimos a exhibir la bandera que represente ese nacionalismo trasnochado.
Un nacionalismo españolista bien entendido sería sentirse orgulloso de haber sido capaces de una transición de la dictadura a una democracia. Resulta contradictorio ver líderes políticos que reivindican el espíritu de la “Transición”, y rechazan el diálogo. ¡Esperpéntico! Un nacionalismo catalán bien entendido, sería el que presume, y puede presumir, de pueblo avanzado, generoso, trabajador y acogedor. Contradictorio de igual manera también alardear de un espíritu universal y pretender la separación. Los nacionalismos tienen cabida si se esfuerzan por perfeccionarse sin el menosprecio del otro; si se esfuerzan por los valores democráticos actuales. Y la democracia es integradora, es diálogo permanente, es convivencia.