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Mi historia de querer ser torero, de José Mª Medina, "El Niño del Tentadero"

Las fatigas de un maletilla (IX)

También de espontáneo y otras aventuras

El Niño del Tentadero con Curro El Gitano
El Niño del Tentadero con Curro El Gitano
Julio César Sánchez

    También de espontáneo

    Luego, como buen maletilla, no podía faltar lo de espontáneo.

    Los espontáneos ya no existen con las escuelas taurinas, pero en aquella época de los años 60 y 70, era normal que alguien que quería ser torero saltara para intentar torear a toros devueltos para los corrales.

    De espontáneo han saltado casi todas las figuras del toreo: Domingo Ortega, Miguelín, El Cordobés, Dámaso González, Andrés Vázquez y muchos más. Y yo no iba a ser menos.

    Curro El Gitano y yo saltamos en Madrid.

    No pegamos ni un pase porque nos cogieron los banderilleros.

    Mal hecho por parte de los banderilleros, porque era un toro devuelto para los corrales; un toro de Felipe Bartolomé.

    Pero en Vitoria me desquité. Me tiré yo solo a un toro de Rafael de Paula.

    Era una corrida de Ana Romero. Toreaban Paula, Capea y Manzanares.

    En el cuarto toro, que era de Paula, me tiré.

    Lo paré con la muleta. El toro se quedó conmigo y le pegué derechazos buenísimos. La gente loca.

    Los banderilleros intentaban quitármelo, pero Paula dijo que me dejaran. Y formé la mundial.

    El toro era bueno. Di derechazos, pases de pecho, hice desplantes muy toreros…

    Cogí la izquierda y toreé por naturales, pases de pecho, más desplantes…

    La plaza era un manicomio. Tanto que las peñas me sacaron a hombros por la calle Dato, que es la más famosa de Vitoria.

    La gente me abrazaba, me daban bebida, gritando “Torero, torero”. Qué bonito.

    Al día siguiente, en el periódico El Correo Español venía publicado “En el cuarto de la tarde empezaba la corrida al saltar un espontáneo alto y delgado, y enseñarle a Paula lo que es el toreo.”

    También decía “Lo mejor de la feria, el espontáneo.”

    Por último ponía “Si todos los espontáneos son como este, ojalá y cada día brincara uno.”

    En la última corrida de la feria venía una foto de Manzanares y otra mía. Decía “Lo mejor de la feria, Manzanares y el espontáneo.”

    Del revuelo que se formó con aquello me salieron diez novilladas. Toreé en Orduña, Orozco, Sopuerta, Miranda de Ebro… Pero bueno, este relato no trata sobre mi vida de novillero ni de banderillero. Mi historia solo quiero que se refiera a mi vida de maletilla, porque esta historia se titula “Las fatigas de un maletilla.”

    Lo que es la vida. Aquel día estaba desesperao, y cuando salté al toro de Paula estaba seguro de que me quitarían el carnet de profesional por saltar de espontáneo, que era lo que se solía hacer en esos casos. Y, lo que son las cosas, en lugar de quitármelo, me aclamaron y me salieron diez novilladas. Uno nunca sabe cuándo la suerte o la desgracia le espera.

    Siguiendo con lo de espontáneo, el día que inauguraron la cubierta de la plaza en Zaragoza nos tiramos de espontáneos Curro el Gitano y yo.

    Cayó la mundial. Una de las tormentas más grandes que he visto en mi vida.

    Se rompió la cubierta, el ruedo era una laguna, pasaban los relámpagos por el ruedo… Daba miedo mirar.

    La corrida era nocturna. No se veía de un tendido a otro. Caía agua a cántaros, como se suele decir.

    Los toreros se fueron, pero el presidente no se dio cuenta porque la plaza era una locura del agua que caía… Así que soltaron el toro si que hubiera toreros.

    La corrida era de Osborne, y los toreros Roberto Domínguez, Enrique Ponce y Raúl Zorita, que tomaba la alternativa.

    Salió el toro, muy grande, de plaza de primera, como es Zaragoza, y daba miedo verlo arrancao, el ruedo lleno de agua…

    Curro llevaba la muleta. Me dice “Vamos Largo –él me decía Largo-“. Le digo “Vamos, que el toro no nos lo va a quitar nadie como en Madrid.”

    Saltamos. Lo paré y Curro, que estaba en el tercio, lo toreó. La muleta era suya.

    Le dio tres, un poco desconfiao. Normal, un toraco así, como estaba el ruedo… Y luego me dejó a mí la muleta.

    Le pegué siete u ocho muletazos, y al pegarle uno por abajo con la izquierda, como si fuera el pase del desprecio, me quitó la muleta y la hizo trozos.

    La plaza era una locura. La gente nos aplaudía a rabiar. Al final, los dos espontáneos fuimos al calabozo.

    Pasamos allí dos días.

    Nos soltaron, y al reconocernos, la gente nos saludaba por la calle.

    Algunos nos daban dinero. A mí incluso me sacaron en Tendido Cero.

    Luego me dijeron que había fotos mías muy buenas en un salón.

    Recuerdo que, aquel día, uno que quiso ser torero pero cuyo nombre no viene al caso, con mucha pasta, nos invitó a de todo.

    Valdemecas

    Otro pueblo que fui de capeas se llamaba Valdemecas. Este pueblo es de Cuenca, con una plaza de carros.

    Por equivocación llegué una semana antes de los toros, pero no tenía ninguna capea a la vista, así que me dije “Me quedo aquí hasta que den los toros.” Y acerté.

    Era un pueblo pequeño.

    Al verme la gente, cuando entré en un bar, cada uno me saltaba con una cosa. Unos decían “Mira, ya tenemos torero.” Otros se burlaban un poco “Sí, pero has venío con tiempo, ¡eh!”

    Vi que a la gente le dio alegría de verme. Y eso me gustó.

    La camarera era guapísima, con unos veinte años, morena. Yo me preguntaba “¿Cómo puede haber una muchacha tan guapa en un pueblo tan pequeño?”

    El bar estaba lleno de gente. Pedí si podía dejar el maco allí. Me dijo que sí y me puse a hablar con un hombre.

    Le pregunté si podía darme algún trabajo hasta que llegaran los toros. Me quedé de piedra cuando me dijo “De eso nada. Te vienes a mi casa a dormir y comer. Coge los trastos y vamos pa mi casa.”

    Y allí que fuimos.

    Me presentó a su mujer, a su hija y a un hijo. La hija tendría dieciséis años, y el hijo mi edad, dieciocho años.

    Yo pensaba “En cualquier parte del mundo hay gente buena.” Y qué familia más buena que era.

    Hice amistad con el hijo, que estaba estudiando en Cuenca.

    Pasábamos los días yendo al campo, a andar todas las mañanas, y luego entrenaba en una era.

    El padre tenía algo de ganado, algunas vacas y algunas ovejas, y el hijo y yo ayudábamos a echar de comer, por entretenernos.

    El hombre me decía “Jose, no trabajes, que esto lo hago yo.” Pero yo le ayudaba por pasar el tiempo.

    Empezó a ir gente a verme de entrenar. Algunos me cogían el capote o la muleta para ver lo que eran aquellos trastos.

    Pasaban los días. Yo iba por el pueblo y todos me saludaban por mi nombre. Hasta las mujeres me preguntaban que si tenía ropa sucia para lavármela.

    Qué gente, qué pueblo. Valdemecas, Cuenca. No lo olvidaré nunca, y de esto hace 55 años que pasó. Y todavía, si escucho el nombre de Valdemecas, se me ponen los pelos de punta.

    Encima me enamoré de la muchacha del bar. Me convencí de que, cuando llegaran los toros y las fiestas, si la veía en la plaza por la noche, la sacaría a bailar.

    Pero no pudo ser. Estuvo todas las fiestas trabajando.

    Yo iba al bar, pedía algo, hablaba con ella y me ponía colorao.

    Ella se daba cuenta y me decía “José, te pones colorao cuando hablas conmigo.” Y yo le decía que era muy tímido.

    Llegó el día de los toros.

    Había cuatro maletillas más por la tarde.

    Cuando iban a soltar el primer toro en la plaza de carros, que estaban llenos, toda la gente me aclamaba como si fuera un torero famoso: “Jose, Jose, Jose”. Nunca me había pasao en una capea.

    Yo, emocionao, les tiraba besos. Y los otros maletillas miraban asombraos.

    Me preguntaban que si era del pueblo, y yo les decía que no, que yo era de Villanueva de los Infantes, Ciudad Real.

    Salió el primer toro.

    Cuando toreaba yo la gente me comía, pero cuando salían los otros maletillas, los pitaban y les tiraban palos.

    Yo intentaba calmar los ánimos y les decía que no les tiraran nada.

    Me hicieron caso y dejaron de tirar cosas, aunque solo querían que toreara yo.

    Toreé mucho y bien, Gracias a Dios.

    Al pasar el guante, todo el mundo, cuando echaban el dinero, me decían “Jose, toma, para ti el dinero.”

    Sin embargo, el dinero de los guantes es para todos los que salen a torear, y luego se reparte.

    Yo respondía que sí, pero luego en el bar lo repartimos entre todos sin que se dieran cuenta.

    Los otros maletillas me abrazaron muy contentos.

    En el bar todos me invitaban. Me pedían que me quedara en el pueblo, en sus casas.

    Luego fui al baile y no tuve ningún problema en sacar a bailar a ninguna chica porque me sacaban ellas a mí.

    Bailé con diez o doce chavalas, y todos los mayores mirándome.

    Pasé mucha vergüenza, mayormente porque no sabía bailar. Pero fue un día de los más bonitos de mi vida. Y me fui a dormir ya amaneciendo.

    Al día siguiente me levanté a mediodía. Fui al bar a tomar café. Todos me querían invitar. De verdad que me sentía como si fuera uno más del pueblo.

    Luego fui a comer con esta familia tan buena que me acogió en su casa.

    Pero al final vino la despedida.

    Madre mía, todos llorando, abrazándonos… Señor, qué momentos más bonitos. Yo pensaba que eran mi familia. Estuve una hora para salir de pueblo, saludando gente.

    El colmo fue cuando me dijo uno que para dónde iba y dije que para Cuenca.

    Cogieron dos o tres y me llevaron a Cuenca.

    Después de cincuenta y cinco años digo “Dios bendiga a la gente de Valdemecas, Cuenca.”

    Cambiando un poco de tema, había una canción de El Fari, que yo la cantaba mucho.

    Decía así: “Están lavando en el río la ropa tres maletillas. El agua ensucia la sangre que llevan en la chaquetilla. Van, van andando por el mundo porque quieren torear, y viven de las limosnas de aquel que les quiera dar. Con los pies medio descalzos van por la carretera. Noches de frío y de hambre, y un sueño que nunca llega.”

    Otra decía “La vida del maletilla es una vida muy divertía, siempre cantando y bailando con la barriga vacía. Ya viene el tren de la una. Ya viene el tren de las dos. Ya vienen los maletillas en el último vagón, recogiendo las colillas que tiraba el revisor.”

    De capeas por Portugal

    Otra aventura que corrí fue ir con Manolo Canales a Portugal de capeas.

    Él ya había estado allí.

    El primer pueblo se llamaba Soito. Tenía fama de vivir del estraperlo de tabaco rubio y café El Camello.

    Llegamos a la plaza del pueblo Canales y yo. Estaba llena de gente, y en un tablao las autoridades hablando.

    Todo el mundo estaba muy bien vestido, y llegamos nosotros llenos de mugre y con el maco al hombro.

    Nos metimos entre la gente y, de repente, vimos que nos llamaban las autoridades, que nos pedían que subiéramos al tablao. Ellos con traje y corbata, y nosotros todo sucios.

    Nos tomaron como si fuéramos dos figuras del toreo.

    Lo primero que nos preguntaron era que de dónde éramos, y nuestra respuesta fue un cachondeo.

    Primero le preguntaron a Manolo Canales, y él les dijo que de Cádiz, al lao de Sevilla.

    Después me preguntaron a mí, y yo les dije que de Sevilla, al lao de Cádiz.

    A los dos nos dio por reír. Pero es que a las autoridades y a la gente también se partía de risa.

    Nos quedamos de piedra cuando el alcalde declaró que seríamos los invitados de las fiestas. Canales y yo nos mirábamos asombraos. Todos de traje y nosotros con harapos.

    Nos dijeron que teníamos que ir con ellos donde ellos fueran.

    Nos llevaron a casa del mayordomo de las fiestas, y nos enseñaron la habitación en la que íbamos a dormir. No nos podíamos creer lo que nos estaba pasando.

    Dejamos los macos en la habitación y nos fuimos con ellos recorriendo bares.

    Yo tomaba una bebida dulce, que se llamaba Almedrado. Íbamos catorce o quince, ellos todos trajeados.

    A mediodía comimos en casa del mayordomo, donde íbamos a dormir. Madre mía, qué cantidad de platos distintos. Nos pusimos moraos. Y vino tinto portugués. Estaba amargo, pero muy bueno.

    Cuando acabamos de comer estábamos todos a gusto.

    Empezaron a decir que sacáramos los trastos para torear allí, y los sacamos.

    Yo llevaba una muleta de Rafael de Paula, y cuando vieron el nombre de Paula todos la querían coger.

    Llegó la capea.

    Fuimos a ver los toros. Había seis, pero Canales y yo nos mosqueamos porque no estaban en cajones. Estaban juntos unos con otros en el mismo corral.

    No hacíamos nada más que preguntar si estaban toreaos, y nos decían que no.

    Hablaban bastante el español porque Soito, el pueblo, estaba cerca de Salamanca.

    Solo estábamos Canales y yo de toreros.

    Antes de empezar la capea yo no hacía más que enseñar la muleta del Paula. Todos la querían coger.

    Bueno, pues van a soltar al primer toro, yo preparado para pararlo, y  me dice Canales “Largo, tápate.”

    Y yo “Pero ¿cómo que me tape?”

    “Porque aquí la costumbre es parar al toro con un forcón”, contestó Canales.

    Yo nunca había visto un forcón. Era una caja de madera, hecha con palos verticales y otros cruzaos, y detrás se ponía un montón de gente.

    Soltaron el toro y embistió al forcón, que llevaba palos gordos y pesaba mucho.

    El toro embestía, pero ellos por detrás hacían fuerza y no podía levantar los palos.

    Eran las costumbres de allí.

    Luego se quitaban y dejaban salir a los maletillas. Los portugueses a los maletillas los llamaban rapinhas.

    Salí yo con la muleta. Se arrancó el toro como un relámpago. Embistió fuerte pero bien. Le pegué unos pocos derechazos. La gente aplaudía a rabiar. Algunos me decían Paula porque habían visto la muleta antes.

    Luego salió Canales, que también toreó muy bien, porque a Canales le pasaba como a mí, nos gustaba el toreo bueno. Por eso andábamos mucho juntos por las capeas. No nos gustaban los maletillas que eran eléctricos toreando.

    Después de torear, otra costumbre que hay en las capeas de Portugal es que, cuando se acaba de torear, la gente pasa el guante, y cuando lo han pasado, se van a los medios y se lo entregan a los maletillas.

    Y así lo hicieron con nosotros. Nos dieron el dinero, y un abrazo.

    Sacamos un dineral.

    Entonces, la moneda portuguesa era el escudo.

    Otro pueblo que lo tendré siempre en la mente: Soito, en Portugal.

    Pero también hubo pueblos que se portaron muy mal conmigo, que me pegaron palos, que me quitaron la muleta, que no me dejaron torear y que me trataron como a un perro. Pero no voy a hablar de ellos, porque también hay unos cuantos.

    Solo voy a mentar uno, en el que, si cayera una bomba, yo me bebería una botella de tinto y pondría a Camarón. Es un pueblo de la sierra de Madrid. Casi mejor ni decir el nombre.

    Había seis novillos de capea.

    Cuando sacamos las muletas Canales y yo vinieron quince o veinte del pueblo. Nos las quitaron y nos las rompieron con las navajas.

    Nos fuimos del pueblo sin un duro y sin muletas, que era con lo que nos ganábamos el sustento.

    Eso sí, la liamos gorda.

    Como todos los bares estaban llenos de gente con mucho arte, nos pusimos a gusto sin pagar en ningún bar.

    Luego pensamos “Nos han roto las muletas y sin torear…” Y como venganza nos dio por romper todo lo que nos parecía: farolas, escaparates… De todo. Queríamos prender fuego al pueblo. Eso era a las cuatro o las cinco de la mañana, y nadie nos pilló.

    Como este pueblo tengo unos pocos. Pero aquí, en mis memorias, de los malos, no voy a poner nada más que este, y voy a mentar los que se portaron bien.

    De vuelta a España

    Bueno, se acabó Soito.

    Nos despedimos de toda la gente que tan bien se portó con nosotros y nos fuimos para España, que faltaban dos días para las capeas de Coria, en Cáceres.

    Haciendo dedo llegamos a Coria pasando por la provincia de Salamanca.

    Cuando llegamos lo primero que hicimos fue cambiar los escudos por pesetas en el banco.

    Dormíamos en el río, y lavábamos la ropa allí.

    Coria era parecido a Ciudad Rodrigo. Había muchos maletillas y había que andar muy listo para pegar pases.

    Allí echaban los toros más grandes de todo Cáceres.

    Di muchos pases, pero sueltos. Era imposible ligar los muletazos. Estábamos muchos queriendo torear.

    Al final, pasábamos el guante todos, y tocábamos a dos o tres mil pesetas.

    Después de Coria, Canales, El Oliva y yo nos fuimos a un pueblo que se llamaba Jaraiz de la Vera.

    Echaron dos novillos toreaos de un tal Cañitas, que lidiaba mucho por Cáceres.

    Yo no salí. Salieron Canales y el Oliva. Pegaron cuatro trapazos y pasaron el guante.

    Cuando lo cambiaron en el bar me querían dar parte a mí. Les di las gracias, pero yo cogía el dinero cuando salía a torear. Y como no había toreado, no cogí nada.

    Eso sí, me invitaron a cenar y a copas en el baile.

    Aquí tengo otra anécdota muy bonita.

    De Jaraiz nos fuimos a otro pueblo que se llamaba Serradilla, también de la provincia de Cáceres. Echaron tres toros con seis años de Manolo Peñaflor. Estábamos los tres solos: Canales, Oliva y yo.

    Toreé un toro que es de las veces que mejor he toreao un toro en una capea.

    Pegué derechazos que eran carteles de toros a uno de pelo castaño. Canales y El Oliva me decían “Madre mía Largo, qué muletazos has pegao.” La gente del pueblo decían que en la vida  habían visto torear así a un maletilla.

    Pasamos el guante y sacamos 20.000 pesetas, que por aquel año, 1969, era un dineral.

    La anécdota fue que cuando estábamos en el bar me vino uno con una cámara de fotografiar y me dijo “El otro día te vi por primera vez en Jaraiz de la Vera, pero como no saliste, creía que ibas acompañando a Canales y al Oliva. Pensé que no eras torero. Pero después de verte hoy, tú eres mejor torero que los otros dos juntos.”

    No paraba de decirme los muletazos tan buenos que había dado, que llevaba muchos años haciendo fotos por las capeas de Cáceres y no había visto a ningún maletilla pegar los muletazos que yo había pegao.

    El tío estaba emocionao conmigo. Me dijo “Verás cuando te enseñe las fotos en la próxima capea…”

    Pero nunca vi esas fotos. Con lo bien que me habrían venido para ponerlas en este relato…

    No las vi porque de Serradilla me fui para Madrid, a Arganda del Rey, donde, por entonces, no había novilladas; solo capeas.

    Echaban seis toracos todos los días, sobreros de Madrid.

    También pegué muletazos de categoría. Me confié porque sabía que allí los toros, aunque eran muy grandes, eran vírgenes.

    En Arganda también nos juntamos muchos toreros. Digo toreros porque en Arganda llegué a ver a Frascuelo, a Dámaso Gómez, a Tinín, a Higares padre…

    Allí también coincidí con Paco Alcalde y El Juli padre.

    Por entonces Arganda era el pueblo donde había recortadores. En los demás no había.

    A mí los pueblos que más me gustaban eran los de Madrid, porque echaban los toros sin torear y los guantes eran los más grandes. Al revés que en Guadalajara, que eran toros grandes y guantes pequeños.

    Hubo años que hice cien capeas. Todo el año durmiendo en el suelo, comiendo bocadillos… Cuando los había. Pasando muchas penurias.

    Otro recuerdo malo fue Casasimarro, en Cuenca.

    Me cogió un toro, me tiró para arriba y no podía mover el brazo.

    Tenía un dolor tremendo pero no sabía lo que era, y como yo iba por las capeas como un salvaje pensé “A ver si veo un pajar para dormir”. Y yo con un dolor grandísimo.

    Toda la noche quejándome. “Ay, qué dolor, señor”, decía todo el rato.

    No pude pegar ojo, pero encima es que ni había comido ni había cenado porque, como me cogió el toro, no pude pasar el guante.

    Loco por ver el sol de una vez, cuando amaneció me fui al centro médico.

    Me tumbé en la camilla. El médico me puso el talón en la axila, me torció el brazo, se escuchó un crujido y me dijeron que tenía el hueso de la clavícula fuera.

    El doctor me preguntó “¿Cuándo te ha pasado esto?” Le dije que el día de antes me había cogido un toro. Y comentó, con cara de sorprendido “¿Te pasó ayer y vienes ahora?” Le contesté que sí, y me preguntó que dónde había dormido. Cuando le dije que en un pajar exclamó “Muchacho, deja los toros, que algún día vas a perder la vida.”

    Antes de irme dijo “Debes tener mucha afición para tener una clavícula fuera y dormir en un pajar.” Y es verdad que la tenía.

    Al día siguiente fui a otro pueblo. Vacas toreadas y yo con el brazo en cabestrillo. Pues así salí a las vacas.

    Menos mal que no me cogió ninguna. Si me hubiera quitado una vaca la muleta me habría pegao alguna corná con seguridad, porque no podía subirme a los carros. Lo pienso ahora y era una locura, pero es que tenía que salir o me moría de hambre. Necesitaba el dinero del guante como fuera.

    Qué papeleta. Vacas toreás y yo el brazo en cabestrillo. Menos mal que me libré.

    Pasé el guante y ya me pude quitar el hambre. Debía tener cinco metros de tripas sin estrenar.

    Después me fui a Velilla de San Antonio, en Madrid.

    Todavía tenía molestias en el hombro. Echaron tres toros de cinco años.

    Este pueblo se me dio bastante bien. Toreé mucho y me llevé bastante en los guantes.

    Me encantaban los pueblos de Madrid. Toros sin torear y un buen dinerito.

    Conocí a muchos maletillas. Estos son algunos nombres, aunque a algunos ya los he nombrado. El Peque de Béjar, Paco Lucena, El Suso, El Momo, El Lobo, El Calorro de Mejorada, El Rerre, El Melenas, Paco Alcalde, Juli padre, El Paleto, El Estremera, El Matetilla de Oro (padre de Miguel Abellán), El Santi, José Luis Sedano, y muchos más.

    Todos salían a torear los toros que echaban, pero yo tampoco me quedaba atrás. Salía a todos, siempre que estuvieran sin torear.

    Tenía fama de pegar buenos muletazos. Me decían El Paula de las capeas.

    Otro pueblo en el que estuve de categoría fue Driebes, en Guadalajara.

    Estuve yo solo. Echaron un toro y una vaca, y formé un lío gordo.

    Tenía que haber un director de lidia, pero no fue. En su lugar se mandó a uno que no salió, gordo, con pinta de matón y con tatuajes, que en aquella época no se estilaban tanto como ahora.

    El tío me quería currar por salir al toro.

    Estábamos en un bar y empezó a insultarme. Vi la cosa peligrosa porque tenía pinta de taleguero. Así que saqué una navaja del maco y me armé de valor. Ese a mí no me acojonaba.

    Le dije “Vamos pa fuera.”

    Le enseñé la navaja, pero no para asustarle, sino para pincharle si hacía falta, tal y como se estaba poniendo aquello.

    La gente empezó a gritar y llegó la Guardia Civil. Nos llevaron al cuartel y nos pidieron la documentación.

    Al otro le dijeron “Usted ha estado en la cárcel”. A mí me habían visto torear, y les dije “Yo soy torero, y este es un taleguero que me quería currar, y por eso saqué la navaja.”

    Nos dejaron ir.

    Luego nos encontramos en el bar y ni me miró. Se dio cuenta de que yo no era ningún julai.

    En fin, otra aventura más en el filo del abismo en mi vida de maletilla. Esta vez en Driebes, Guadalajara.

    De Driebes me fui a Almoguera, también de Guadalajara.

    Allí me pasó una cosa graciosa.

    Soltaron un toro en la plaza de palos, y cuando venía hacia mí me cogió un julai del brazo izquierdo, y mientras yo pegándole pases al toro. Y el julai sin soltarme.

    Le pegué cuatro o cinco pases por alto hasta que el desgraciao me soltó.

    ¿A quién se le ocurre agarrarme el brazo mientras toreaba un toro? Me pillé tal cabreo que le pegué un palo con la espada de ayuda.

    De Almoguera me fui a Torrejón de Ardoz, en Madrid. Plaza portátil. Otro pueblo donde toreé de lujo. Buenos toros y buena gente.

    Y desde allí a Loeches, donde echaban torazos.

    Allí me cogió uno recién salido de los toriles. Tuve suerte. Me tiró para arriba pero caí de pie.

    Así era mi vida por las capeas. O me cogían los toros, o me cogía la Guardia Civil, o algún julai me complicaba la vida más de lo que ya era para mí, que era mucho. Siempre tenía el peligro encima. Y todo por torear, que era en lo único en lo que pensaba, más allá de comer y dormir como fuera.

    Tengo otra anécdota graciosa de aquellos tiempos.

    Una noche, estábamos durmiendo en un pajar en un pueblo de Cuenca que se llamaba Almendros cuando, de repente, vimos cómo se abría la puerta. Era el dueño del pajar.

    Cuando nos vio, cogió una horca de hierro para pincharnos. Estábamos Curro El Gitano y yo.

    Saltamos por la ventana, ya amaneciendo.

    Era un hombre mayor, y al final terminamos jugando un poco con él al gato y al ratón en la era que había fuera del pajar.

    Nos reímos mucho, pero la verdad es que cuando tuvimos que saltar por la ventana nos reíamos menos.

    Le empezamos a decir al hombre que éramos maletillas, y poco a poco se fue calmando.

    Al final nos hicimos amigos y nos invitó a un café en un bar. Pero vaya trago. Amaneciendo y el tío con la horca para pincharnos.

    En aquella aventura, por llamarla de alguna manera, al tener que salir pitando por la ventana, perdí el recorte de periódico de El Correo Español en la que venía la noticia de cuando salté de espontáneo en Vitoria. Uno de los pocos momentos de gloria que tuve, con publicación en los periódicos, y lo perdí.

    Otra vez iba en el tren, sin billete, como siempre. Llegó el revisor y me pidió que le diera mis datos para denunciarme. Y cuando iba a escribir le cogí el bolígrafo y se lo tiré por la ventanilla.

    La verdad es que vivía como los cuatreros, empujado por mis circunstancias. Si a mí no me respetaban, yo tampoco respetaba a nada ni a nadie.

    Recuerdo una vez que pasaba por el cuartel de la Guardia Civil a la salida de Mejorada del Campo.

    Me llamó un Guardia Civil y me dijo que dónde iba yo con el maco al hombro. Le dije que a Torres de la Alameda.

    Me cogió los datos y cuando me iba me dijo “Ten cuidao, que si haces algo malo te tengo fichao.”

    No me pude aguantar. Le dije “Yo me dedico a torear. Si pasa algo malo seguro que lo haces tú con la cara que tienes.” Esto, en los tiempos de Franco.

    Vino hacia mí, me dijo que si quería dormir en los calabozos, y yo le contesté que en los calabozos metiera a los delincuentes, no a los toreros.

    Me dijo “Tira de aquí, que estás un poco loco y me vas a buscar la ruina.”

    Aquello que le dije, en tiempos de Franco, había que tenerlos muy grandes. Y no me metió en el calabozo de milagro.

    Como pueden ver, yo iba por la vida como los gitanos.

    Por cierto, que los gitanos, si los respetas, son buena gente. Pero si les pierdes el respeto son muy chungos.

    A mí me pasaba igual, porque para mí no había peor cosa que me perdieran el respeto porque fuera un maletilla.

    Decía una canción de Camarón, mi ídolo “Te lo digo por tu bien, que te lo digo por tu bien, torres más altas cayeron, que te lo digo por tu bien, porque tú tengas dinero a mí no me trates con los pies, que eso no es de caballeros.”

    Volviendo a las capeas, debo decir que había que tener mucho cuidao con las drogas y la bebida. Yendo de maletilla es muy fácil caer en la bebida o en la droga, porque pasas el guante y al final se suele acabar en la discoteca, donde gastas el dinero calentito que acabas de ganar. Allí la gente te quiere invitar porque te ha visto torear, y cuando acaba el baile te vas a dormir a un pajar medio colocao.

    He tenido muchos amigos maletillas que murieron en el talego por la droga. El Paleto, El Estremera, El Panaderillo, y muchos más.

    Yo nunca tomé drogas. Los compañeros me ofrecían blanca paloma o canutos, y yo les decía siempre que no, y ellos mismos decían al final “Al Largo no le ofrezcas droga porque no le gusta.”

    Eso sí, alcohol sí bebía, a veces más de la cuenta. Sobre todo vino tinto.

    Casi acabo alcohólico. Pero es que hay que ponerse en situación. Acababa la capea, ibas al bar, cambiabas el guante, cenabas algo, bebías vino, luego el carajillo, luego al baile, y al final te ibas al pajar haciendo curvas.

    Claro, te tienes que ir a dormir a un pajar, no a un hotel, y para olvidar la ruina que tiene uno encima y no acordarte de na, bebías y te ponías a gusto.

    Pero drogas nunca. Mis amigos fumando porros sin parar, y yo nunca los probé. Tuve mucha fuerza de voluntad.

    También tuve varias peleas con otros maletillas.

    Recuerdo en Landete, Cuenca, discutí con otro y nos fuimos al campo. Nos pegamos una paliza que acabamos los dos sangrando, hasta que paramos y dijimos que éramos unos chalaos, pegándonos entre nosotros.

    Otra vez, estábamos durmiendo tres maletillas en un pajar, y uno de ellos, que yo lo conocía poco, nos despertó y me culpaba de que yo le había quitao un libro de fiestas.

    Yo le decía que no, claro.

    A punto de pelearnos, apareció el libro.

    Me pidió perdón, y ahí acabó la cosa. Pero estuvimos a puntito de liarla.

    Otra anécdota graciosa fue que íbamos por un pueblo Manolo Canales y yo. Teníamos 300 pesetas cada uno para comer, pero vimos un moro que vendía arradios pequeñas, y a Canales le dio por comprar una.

    Le costó las 300 pesetas que llevaba.

    Le advertí “No compres la arradio, que te vas a quedar sin comer.” Pero se la compró.

    Llegó la hora de comer. Yo pedí un bocadillo de chorizo y él no pidió nada.

    Me dice “Largo, invítame a un bocadillo.” Y le contesto “No. Tú escucha música, que alimenta mucho.”

    Yo, con quien más andaba era con el Canales y con Curro El Gitano. Éramos tres con mucho arte.

    Curro es muy popular porque lleva muchos años yendo de plaza en plaza sacando a hombros a los toreros.

    A los tres nos gustaba mucho Rafael de Paula. Preferíamos a los toreros artistas, y en las capeas éramos los tres que mejor toreábamos.

    Con Curro me mosqueé una vez en la discoteca de San Fernando de Henares.

    Empezamos a discutir porque nos templamos un poco, y empezó a decir que él tenía más arte que yo.

    Le dije “Mañana echan tres toros en el encierro. Te voy a demostrar que toreo mejor que tú.”

    Así fue. Fuimos al encierro y entró el primer toro. Y lo que pongo a continuación es una verdad como una casa: le pegué cuatro lances y una revolera que pusieron a la gente en pie.

    Fueron cuatro lances con las manos bajas, de arte puro.

    Luego salió el Curro con la muleta y le dio uno medio bueno. Los demás muy desconfiao.

    Pasamos el guante, y pasándolo el Curro me reconoció “Bien Largo. Has toreao de capote como nunca te había visto.”

    Me lo dijo dos o tres veces en un rato. Y yo le contesté “Porque estaba picao contigo.”

    Ya no me dijo nunca más que tenía más arte que yo.

    Con Curro me llevaba muy bien, aunque él se pensaba que toreaba mejor que yo. Pero en San Fernando le demostré lo que era el toreo bueno.

    Luego, con el tiempo, me enteré de que iba hablando de los lances que pegué en San Fernando de Henares. Y era un toro con cinco años.

    Los pueblos de Madrid me gustaban mucho. Me sentía torero. Menuda diferencia con las capeas de Valencia.

    Y hasta aquí un poco de mi vida por las capeas.

    Podría contar más vivencias, pero creo que quien más y quien menos se puede hacer una idea de cómo era mi vida por aquellos años. Una verdadera ruina.

    Qué distintas las cosas ahora.

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