La muchedumbre se ha marchado; saciados, han experimentado el poder de aquel Maestro de Galilea en el milagro de los panes. Los discípulos quedan a solas: Jesús los manda, en barca, a cruzar a la otra orilla. Él se queda solo, en compañía de ese Dios al que él llama Padre. Después del éxito es necesaria la soledad; mejor, la compañía íntima de los amigos y del Padre. En la barca, las olas y el viento llenan de incertidumbre la travesía de los discípulos. La noche es signo de sus inquietudes y dudas. Al amanecer, el Maestro orante se presenta ante ellos, andando sobre el mar, como dueño y señor del viento y del agua, como creador supremo de todos los elementos.
La primera reacción de los discípulos no es la alegría, sino el temor. Temían por las olas y, ahora, temen ante la presencia de un desconocido. Creen ver un fantasma.
¿No es también esta, a menudo, nuestra propia experiencia? Dios, al llegar, no siempre produce paz y sosiego en nuestro interior, sino interrogante y desasosiego. Muchas veces nos hemos preguntado si, tal vez, no será un fantasma esa presencia en la que hemos creído: ¿es real ese Maestro del que nos han hablado y de cuya palabra nos alimentamos? ¿Es real su presencia en la noche? ¿No será fruto de nuestros miedos y límites en medio de las olas del mar y de la inseguridad de la noche? Pero él no es consuelo fácil del alma, no es paz superficial que nuestra psicología se construye; al contrario: su presencia nos llena de temor porque nos desborda por completo.
Solo sus palabras hacen llegar la paz a los discípulos: “No temáis, soy yo”. Dios no solo está en medio de la historia, sino que nos habla de forma personal: está frente a nosotros y nos llama. El Misterio es cercanía amiga que nos busca en la noche y conversa con nosotros para que amanezca la luz.
Pedro, tras reconocer a su Maestro, se atreve a ir más allá: “Mándame ir hacia ti”. También él quiere andar sobre las aguas, quiere estar junto al Amigo sin importar la solidez del camino. “Tú has venido a nosotros: llévanos contigo por donde tú caminas, que las mismas olas que nos hacen temblar se conviertan en senda que nos lleva hacia ti”.
Jesús llama a Pedro y el discípulo participa del milagro: fiado en su palabra, puede caminar sobre cualquier superficie. El verdadero camino es él y, por eso, es posible surcar los mismos mares en su poderosa presencia.
Pero, a mitad del camino, Simón Pedro deja de mirar a Jesús y se fija en sus pies, tocando las frías e inestables aguas de las que le protegía la barca. El temor llega de nuevo, ampliado porque ya no está sobre la barca con los compañeros.
De nuevo, el temor. Y, de nuevo, Jesús habla al discípulo: “¿Por qué has dudado? Qué poca fe”.
El temor es fruto de la duda, la duda es ausencia de fe. La fe es, ante todo, mirada confiada al Maestro que hace posible el avance en nuestros caminos inseguros.
Lo que hace posible que Pedro avance sobre el mar no es la solidez de la superficie, ni su propia capacitación: es la confianza en Jesús. La causa está en él, mi solidez está en su mirada; la clave del camino es la fe.
La fe es también la clave del amor, de todo amor. En las relaciones personales, podemos seguir adelante porque tenemos la mirada puesta en la otra persona, porque nos centramos en ella y nos fiamos de su presencia; cuando dejamos de mirarla, cuando solo nos preocupa nuestra propia solidez, la seguridad a solas de nuestros pasos inciertos, el amor se hace imposible y nos hundimos en la búsqueda de nuestra propia seguridad. La confianza, la existencia del otro es la clave del amor y de la fe. Lo contrario a la búsqueda de las propias seguridades.
Nuestra sociedad nos ha enseñado a buscar la firmeza de nuestros pasos, a construir sólidas superficies bajo nuestros pies; solo después se nos invita a buscar el amor. Pero este camino es imposible. Cuando miramos abajo perdemos la mirada del amor. Cuando buscamos autoafirmarnos se nos escapa la confianza y la posibilidad de acercarnos al otro fiados en su presencia.
Como Simón Pedro, también nosotros escuchamos de labios de Jesús una invitación a la confianza: “¿Por qué dudas? No dejes de mirar mi rostro y sigue caminando hacia mí”.