Los cuarenta días de Cuaresma nos vinculan, especialmente, con los cuarenta días que Jesús de Nazaret pasó en el desierto de Judea al comenzar su ministerio, ayunando y siendo tentado por Satanás. Desde ahí, también nos traen a la memoria los cuarenta años del pueblo de Israel por el desierto, camino de la Tierra Prometida; también ahí hubo hambre y tentaciones.
La semana pasada reflexionábamos sobre otra dimensión geográfica, en paralelo al desierto, que también nos ayuda a afrontar el espíritu de la Cuaresma: la subida al monte.
En las lecturas del Antiguo Testamento de los cinco domingos de Cuaresma, antes del Domingo de Ramos, la liturgia nos ofrece un precioso recorrido por toda la historia de Israel, previa a la llegada del Mesías.
El primer domingo nos remonta al Génesis, a la historia de pecado desde Adán que tiene un punto de inflexión con Noé y el diluvio. El segundo domingo nos sitúa en la época patriarcal, con el sacrificio de Abraham en el monte Moria, donde recupera a su hijo Isaac de una forma nueva, como hijo definitivo de la gracia.
Este domingo, el tercero, nos sitúa en la época de Moisés y el éxodo, en concreto, en el contenido fundamental de la alianza: el Decálogo, los diez mandamientos que Dios regaló a su pueblo para encontrar la libertad en los caminos tortuosos de la vida.
El próximo domingo, sin dejar la perspectiva del pecado del pueblo y la necesidad de conversión, las lecturas nos hablarán del desastre del exilio, en paralelo a lo sucedido en el diluvio a toda la humanidad, y la nueva esperanza que trajo Ciro, rey de Persia, con la liberación del destierro y el proyecto de reconstrucción del templo de Jerusalén.
Por fin, el quinto domingo, leeremos la profecía de Jeremías sobre la nueva alianza: abocados al envío del Mesías, que recapitula en su persona y su misión toda la historia del pueblo elegido y todos los caminos de la humanidad, desde Adán hasta los profetas.
Por tanto, la Cuaresma es también invitación a recordar la historia de la humanidad, llena de pecado y redención, para que nos sepamos parte de esta historia que nos configura y nos libera, que nos ofrece una profunda esperanza, porque el pecado nunca ha sido la última palabra.
En este tercer domingo de Cuaresma, en concreto, se nos invita a reflexionar sobre la importancia de los mandamientos de Moisés. Después, en el evangelio, Jesús expulsa a los vendedores del templo para purificar nuestra religiosidad y para darnos el signo más importante de nuestra liberación: la entrega de su propia vida, la construcción del templo nuevo de su cuerpo resucitado.
Dos son los regalos, por tanto, que resumen la alianza de Dios con nosotros: la ley y la entrega del Hijo.
Somos libertad y somos gracia, vivimos de la luz de la palabra y, sobre todo, de la fuerza de la cruz.
El regalo de los mandamientos es una bendición para el pueblo y para cada creyente: gracias a la ley de Dios podemos conocer cuál es el camino más acertado para afrontar nuestras tareas en la vida. La ley no es mandamiento vacío, sino luz para el camino. En el don de la ley, Dios hace resplandecer nuestra condición de criaturas responsables y libres; él nos regala la ley porque nos toma en serio, porque nos quiere colaboradores de su obra en el mundo.
Pero no es suficiente con el don del mandamiento: somos algo más que responsabilidad y libertad esforzada; somos, ante todo, amor: por eso, el Hijo de Dios ha venido, no solo a mostrarnos el camino, sino a entregar la vida por nosotros.
Nuestro pecado produce siempre ruptura, desde los albores de la humanidad; nuestro pecado rompe la comunión, entre nosotros y con Dios; nuestro pecado pervierte los templos y mancha la religiosidad. Por eso, el Hijo de Dios ha venido a construir el templo definitivo donde podemos encontrarnos con Dios de forma plena, donde la gracia hace posible nuestra libertad más responsable, donde la ley ya no es una carga sino una liberación, donde el amor facilita los caminos de la voluntad.
Muerto por nosotros, resucitado por nosotros: la purificación de nuestros templos es un símbolo que nos acerca al templo definitivo de Dios, el cuerpo resucitado de su Hijo.