La vida, algo tan simple como complejo que nos es tan natural y que en demasiadas ocasiones nos resulta también tan difícil de encajar, esto es, encontrarnos con un lugar donde experimentar la vida misma, no como un lugar físico solamente sino un lugar mental, afectivo y existencial, vital en suma.
Porque la vida, además de consistir en un viaje más o menos duradero en el que cada mañana emprendemos una nueva etapa que no sabemos que nos puede deparar, resulta ser también un misterio en ella misma. Pero se trata de un misterio en el que las personas profundizamos de manera muy distinta o no profundizamos. La suerte o el misterio de haber sido, de ser lo que somos y de vivir como vivimos.
“¿No es triste irse a la tumba sin llegar a preguntarse por qué has nacido? ¿Quién, ante semejante pensamiento, no habría saltado de la cama, ansioso por comenzar de nuevo a descubrir el mundo y regocijarse por ser parte de él?” Richard Dawkins.
Y es que dos son los misterios que la vida ofrece; su origen y el sentido con que cada persona la acaba viviendo bajo la influencia de los factores genéticos, personales, ambientales, sociales, éticos o religiosos. Porqué mi vida ha sido, está siendo y será como es y no de otra manera. Es el misterio de la vida y de nuestra existencia personal.
Para un vitalista convencido de la dimensión transcendente del ser humano como es mi caso, pensar en la vida, en su origen y sentido, constituye el mayor… en el fondo, el único misterio por descubrir.
A pensar sobre el origen de la vida no es tema al que haya dedicado demasiado tiempo, que ya nacido, mi deseo ha sido seguir viviendo para siempre. Un deseo que tiene su origen en la creencia de que la muerte no es el final sino un “kit kat” entre dos vidas; en la experiencia existencial más profunda de creer que el hombre no es un ser para la muerte sino para la vida porque cualquier final supondría el mayor fiasco para nuestra existencia; nacer a la vida como un regalo precioso para terminar con un final que no deseamos, privándonos así del mayor valor de este regalo, el deseo de seguir viviendo; de no ser así, todo lo acontecido carecería de sentido porque habría sido consecuencia del puro azar en el que cada uno de nosotros no ha sido más que un accidente pero dotado de capacidad para querer ser mucho más que eso, inteligente al fin; la muerte aparecería como una aberración mental, afectiva y vital.
Woody Allen comentaba que no temía a la muerte pero que no le gustaría estar allí cuando tal hecho sucediera; es decir que como a la inmensa mayoría no querría morir.
Y es que resulta paradójico que siendo la mortalidad una condición natural del ser humano, pensar en ella nos resulte cuanto menos, algo tan ajeno en nuestra cotidianidad. Muchas veces me he preguntado qué sentido tiene el hecho de que ante la enorme posibilidad de no haber sido, es decir de no conocer lo que es la existencia, un día se encienda la luz de la vida, alcancemos entonces a ver y a comprender todo lo que nos rodea y pasado un tiempo, como mucho un segundo al fin, vuelva esta luz a apagarse para seguir eternamente sin ser nada; que sin ser nada antes, por un instante nos reconozcamos como algo, más aún, alguien, para enseguida volver a ser, no solo nada, sino ya nadie.
Esa conciencia de reconocerse como alguien, no sólo algo, es la esencia para comprender el sentido de la luz misma; así lo expresa M. Gandhi, “Si la muerte no fuera el preludio de otra vida, la vida actual sería una burla cruel”. Dotar al ser humano con la capacidad de identificar a la luz, como existencia y conocimiento, hechos que los demás seres vivos no pueden llegar a relacionar, lo hacen sujeto mental y vital de eternidad porque quien ya es, no quiere dejar de ser o para mejor comprensión no quiere dejar de existir ya que supone la negación de su única y evidente realidad.
Vivimos en una época en la que todo lo que el pensamiento genera busca convertirse en una realidad; el ser humano como “creador de realidades” y la realidad más deseada permanecer siempre, ser para siempre, existir siempre. El lugar, la forma de hacerlo posible no importan, solamente el hecho de vivir.
Los seres humanos andamos buscando la fórmula para la eternidad pero sin salir de esta vida, queremos encontrar los genes que nos eviten morir, un afán que resulta tan ilógico como querer permanecer para siempre en “este campamento” con el acopio de un “fin de semana”. Para esto último tendremos que equiparnos de otra manera para hacer frente a un “futuro sin límite” y para eso está la muerte; que ha decir por Robespierre, “la muerte es el comienzo de la inmortalidad del hombre”.